Discurso de una diputada representante de Salta


Eva Ibarguren EVA IBARGUREN EVA DUARTE EVA PERON EVA PERON EVA PERON EVA PERON

María Eva Duarte de Perón / Evita. Argentina 1919-1952

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Discurso de una diputada representante de Salta

Podemos leer aquí un discurso de una diputada que representa a la provincia de Salta, en el noroeste de Argentina, donde se puede ver la situación en que se hallaba la clase trabajadora del pueblo argentino, las grandes diferencias sociales, antes del peronismo.

Señor presidente, señoras y señores diputados: hija de tierra adentro, traigo a este recinto la voz de una provincia que fue en un tiempo el feudo mayor de la oligarquía dentro de la Nación. Es la voz de Salta, esa lejana provincia a la que cupo la gloria de ser frontera de la Patria, con Güemes y sus gauchos, en la magnífica epopeya de la lucha por la independencia.

Esa misma provincia vino luego a quedar en poder de un grupo de oligarcas, que sojuzgaron al pueblo haciéndole sentir todo el peso del egoísmo y la intransigencia que sólo pueden albergar los espíritus que, al carecer de bondad, rinden tributo al dinero como dios supremo que rige sus vidas.

Sí en algún rincón de la Nación era anhelada una revolución, ese rincón era Salta. Existía en ella la línea que demarcaba perfectamente al pudiente y al desheredado, levantando una barrera que sólo pudo abatir la luz radiante que emana de un ser que brilla con fulgor propio, porque el fuego sagrado del amor al prójimo la consumió elevándola a lucero que alumbra todo el cielo de la patria nuestra: ese ser es Eva Perón.

Años ha, se veía en la provincia norteña al pobre, al “descamisado”, al humilde obrero, bajar de la acera por no poder transitar por donde lo hacía el poderoso; este mismo pobre no podía pasear por la plaza principal, por prohibírselo la sociedad; debía vestir alpargatas y mameluco azul, y para ser distinguido como ser inferior sin derecho a instruirse ni a gozar de lo que la vida ofrece a los que honradamente tratan de superarse.

En los ingenios -a los que llegaban hacinados, en vagones para la hacienda-, el indio sólo recibía malos tratos y vejámenes; y el miserable jornal que percibía lo mantenía atado a un patrono que le robaba en trabajo y en salud. Vivía semidesnudo, en galpones inmensos e inmundos, y completamente desnutrido.

El coya de los cerros, ser taciturno y empequeñecido, vivía encerrado en fincas que eran fortalezas inexpugnables, verdaderos campos de concentración, a los que solamente tenían libre acceso los amos; y la familia entera de aquél estaba al servicio de éstos.

Las pastoras, por cuidar los rebaños, recibían un puñado diario de mate y la limosna mensual de una moneda.

La instrucción no existía, pues los seres sin conciencia que manejaban el gobierno se preocupaban de que los pobladores fuesen lo más ignorantes que fuera posible, para manejarlos mejor.

La escuela que surgía era la pocilga más incómoda e inmunda que darse pueda; y pobre de la maestra que, siguiendo los deseos de su apostolado, se atreviera a internarse en la selva o ir a la montaña. Es decir, que al sufrimiento material se unía el moral, el tener que renunciar a la posibilidad de educar al pueblo, para conservar el honor y no ser juguete que saciara el instinto de los dueños de finca, verdaderos amos del cuerpo y del alma de sus peones.

La mujer estaba considerada como esclava del marido; jamás rebatía un argumento, porque todo lo que el hombre recibía en sufrimientos que le ocasionaba el amo lo descargaba en la compañera de su vida, la que doblegaba más aún la cabeza al ver a su marido amargado y embrutecido por el egoísmo del patrón. Imaginen ustedes, señores diputados, esa vida, hasta hace apenas unos años.

Andando el tiempo, llegó la revolución de 1943, y se pronunció el nombre del coronel Perón.

Fue un sacudión eléctrico para ese pueblo humillado; el hombre aplastado tuvo la visión fugaz de que algo se aprestaba a estallar en el diario trajín de su vida; pero los días siguieron pasando y, aunque todo el país gozaba de otros derechos, el oligarca norteño clavaba sus garras, seguro en sus madrigueras.

En medio de las tinieblas que envolvían a Salta surgió de pronto una luz: una luz que tenía caricias de madre, ternuras de esposa, sonrisas de novia, de hermana, de amiga, para un pueblo castigado y sufriente; una luz que irradia la mujer que se confundió con el cielo para albergar a toda la Nación.

Imaginad, señores diputados, a un viajero extraviado en el desierto y que, a punto de perecer, encuentra un oasis y en él el agua pura que habrá de reanimarlo; imaginad al que deambula en la selva y, desesperado por la certidumbre de que está perdido, encuentra el claro que habrá de salvarlo; imaginad a un náufrago que anda a la deriva y, cuando cree sucumbir, avista el barco que habrá de arrancarlo de su martirio; imaginad todo eso y tendréis en algo la visión de lo que Eva Perón fue para el pueblo de nuestra provincia, como lo es para el de toda la Nación y, pasando los límites argentinos, para el de todos los rincones del orbe, pues su vida entera está al servicio de la humanidad.

Es su obra inmensa la que penetra en el bosque, llega al valle, sube a la montaña y esparce en todos los habitantes la certidumbre de una vida mejor. Y así vemos cómo al calor de una obra incomparable se dignifica un pueblo.

Ya no hay divisiones en el pueblo de nuestra Salta; ya todos tenemos idénticos deberes y derechos; tanto el obrero como el patrón visten igual y concurren a los mismos sitios.

En los ingenios surgen casitas decentes; los indios -hijos olvidados de nuestra tierra- tienen libreta de ahorro, y adornan a sus esposas con terciopelo y cuentas de colores.

El coya se siente dueño del terruño y, siguiendo diariamente en su huella, busca en lo alto la mirada de Evita, la "mamita rubia" que con su inmensa bondad hizo posible la transformación. En el rancho humilde pero limpio, la imagen bella, junto a la del General, ocupa el mejor lugar; y tanto la consideran una Virgen, que el que llega hasta allí ve un cirio iluminando la figura mil veces bendita del ser angelical con que Dios, en su infinito amor, prodigó al pueblo argentino.

En los lugares en que sólo se ven montañas, porque los habitantes desparraman sus ranchos cerro adentro, se levantan ahora las escuelas Evita, escuelas que en su blancura dicen de la pureza que en ellas se encierra, escuelas que enseñan al padre y al hijo porque allí, señores diputados, gracias a Evita se educa el pasado y el presente, preparando un futuro dichoso para nuestra provincia.

Los niños salteños conocen por ella la dicha de tener ropa, calzado y juguetes. Ella hizo posible que tuvieran parques y plazas, que visitaran ciudades y playas, y supieran de caricias y placeres a que la infancia tiene derecho. Por Eva Perón, niños salteños se asombraron de ver árboles, porque donde ellos viven sólo existen las piedras. Imaginad a esos niños de nuevo en sus hogares, y pensad en la dicha de toda la familia ante la narración maravillada de un ser que por Evita pudo realizar un sueño extraordinario.

Los hombres de trabajo son hoy dueños de la tierra; y así tenemos que en estos días en Salta se está haciendo entrega a sus verdaderos dueños, los trabajadores, de la finca La Rosa, inmensa posesión de un oligarca que se jactaba de poseer el mejor vino, pero el cual tenía entremezclado con el zumo de la uva el sabor de la sangre y las lágrimas de un pueblo sojuzgado.

Las mujeres ocuparon el lugar a que tienen derecho; son compañeras y amigas de sus esposos; y la libreta cívica les abrió las puertas de la nacionalidad, permitiéndoles, en libérrimas elecciones, dar su voto por el conductor del movimiento, agradeciendo así -aunque en ínfimo grado- lo que Eva Perón hizo por ellas y sus hijos.

Todo llegó a nuestra provincia gracias a Evita: su espíritu alimenta al pueblo de Salta de humildad y fortaleza confundido en el Cachí con la nieve, vertido en la riqueza del oro negro, brindado en el zumo de la vid, en la hoja del tabaco, en el grano del arroz, en la dulzura de la caña; rumorea en el correr del Bermejo, embalsama con el perfume del bosque y acaricia con el viento blanco al juguetear por campos y poblados.

Por todas partes, a lo largo y a lo ancho de la provincia, están sus obras abriendo los brazos al necesitado, al desvalido, al ignorante, al sufriente; que para todos tiene ella la mirada dulce, la sonrisa tierna y la mano pródiga. No en vano recorrió todo el Norte en jiras extenuantes que hacían agobiadoras el sol y la tierra, pero en las que siempre fulgía deslumbrante para todos los “descamisados” que se agolpaban a su paso para recoger la savia que nutriría sus vidas, haciendo más llevaderas sus desdichas.

Todo lo que vio lo transformó su inmensa obra, esa obra por la que Eva Perón realizó los mayores renunciamientos. El renunciamiento de Evita abarca todas las fases de su personalidad extraordinaria: renuncia a la comodidad y al halago a que tiene derecho por su juventud y belleza; renuncia a la paz de un hogar tranquilo, por trabajar junto a su compañero en la construcción de una Argentina justa, libre y soberana, y renuncia a la vicepresidencia de la Nación, lugar ganado por su obra gigantesca, para seguir -junto al pueblo, su pueblo- como Evita, compañera de todas las horas, horizonte de todas las realidades, cenit de todos los sueños, y ave fénix en el porvenir de la Patria.

Al entrar en la ciudad de Salta se ve una gran estatua del jefe gaucho, gloria del Norte: es el vigía que cuida al pueblo. A ambos lados de ella, la Fundación de Evita ha levantado un hogar escuela y un policlínico, como símbolos de su preocupación por el mismo pueblo y -en especial- por los niños y los sufrientes.

¿Cómo no elevar entonces nuestra voz junto al clamor nacional que pide el monumento a Eva Perón? El monumento a Evita constituirá una consigna luminosa para las generaciones del mañana. Esto es lo menos que podemos hacer por esta mujer extraordinaria, que ha sembrado a su paso la paz, la bondad, el bienestar y el amor, a costa de grandes sacrificios, sin importarle los insultos que recibía en el camino de su obra incomparable.

Señor presidente, mujeres como Eva Perón sólo se dan una vez en la Historia, y si a nosotros nos corresponde el privilegio de poseerla, debemos proyectarla hacia todos los ámbitos de la tierra, para ejemplo del presente y del futuro, enseñando a los pueblos la figura sublime de una mujer excepcional. Es por ello que sus monumentos deben estar de La Quiaca a la Antártida y del Ande al Plata.

Evita, Dama de la Esperanza y Señora de las Realidades: ¡cómo no perpetuar en el bronce o en el mármol tu figura maravillosa, incomparable y abnegada, que en un mañana venturoso las generaciones verán como emblema de paz, amor, justicia, dignidad y bondad sin límites, y ante el cual los hijos de nuestros hijos dirán como el poeta: “Eva Perón, no morirá tu nombre ni dejará de resonar un día mientras haya un hijo de nuestra sangre en esta patria mía”!

Discurso recogido en el libro "Eva Perón en el Bronce".



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