Historia de los primeros años de Eva Duarte


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María Eva Duarte de Perón / Evita. Argentina 1919-1952

He seleccionado para ilustrar la historia de los primeros años de la vida de Eva Duarte de Perón, un capítulo del libro "Evita. La biographía" de John Barnes. Más adelante podremos contrastarlo con otros comienzos contados por otros autores.

"Si alguna vez un hombre deseara conocer en qué consiste el sentimiento de tener inclinación al suicidio, permítanle pasar una semana en alguna aldea rural de la República Argentina".

Un extranjero que visitaba las pampas argentinas fue quien expresó tal pensamiento, allá por el año 1890. Los Toldos es ese tipo de aldea. No ha cambiado en nada desde los días en que era un pueblo fronterizo, menos de cincuenta años antes del nacimiento de Eva Ibarguren. En la actualidad, aún es lo mismo... un pequeño pueblo melancólico y escuálido construído en el sitio donde antiguamente existió un campamento indio, completamente olvidado. Calles polvorienteas y sin pavimento que nacen desde una playa vacía y yerma para luego internarse y desaparecer en las llanuras. El polvo que lo cubre todo llega a tener unos treinta centímetros de espesor en el suelo, ahoga el ambiente en nubes amarillas al paso de cada camión o rebaño de vacas, y colorea las paredes marrones en las casas de barro de un pálido tono grisáceo. Cuando el violento viento del sudoeste, el pampero, sopla atravesando las pampas, Los Toldos desaparece de la vista por el polvo que se levanta. Luego nubes negras aparecen en el horizonte tragándose el cielo y desencadenando truenos, relámpagos y grandes torrrentes de lluvia, que aíslan al pueblo en un mar da lodo.

Juana Ibarguren, una hermosa y regordeta joven descendiente de vascos, vivía en las afueras del pueblo. No era lo que podía llegar a llamarse un hogar; una habitación y un patio compartido con las gallinas, las cabras y cinco niños. Pero su amante, Juan Duarte, un pequeño propietario, ya tenía esposa y niños a quienes mantener en Chivilcoy, otra lacalidad de las pampas, un poco más grande que Los Toldos y no muy lejos de ella. Sin embargo, era un hombre de medianos recursos y era naturalmente aceptado que tuviera otra mujer en otro sitio. De hecho, sus amigos le hubieran considerado como un individuo raro si no hubiera sido así. El machismo (culto de la conquista sexual) era, y aún es, algo profundamente arraigado en el modo de vida argentino. Las mujeres, tanto en el aspecto legal como en el social, eran consideradas como parte de las posesiones materiales de un hombre, tanto las esposas, las hijas vírgenes y las amantes, las dos primeras para ser protegidas del deshonor, y la tercera, para ser perseguida y utilizada para procurar placer. Una esposa argentina no podía obtener el divorcio y, legalmente, tanto ella como sus hijos eran considerados como parte de la propiedad de un hombre. La mujer esperaba que el hombre le fuera infiel. Podía no gustarle, pero le toleraba siempre y cuando su marido no la desafiara cortejando a su amante dentro del mismo estrato social al que pertenecía el matrimonio. En el caso de una familia pudiente, el marido tendría su propia garçonière, refugio de soltero, en un discreto bloque de edificios de la ciudad. Y aquellos que no podían afrontar el gasto de tales lujos, siempre podían contar con los amoblados, hoteles expresamente utilizados para estos fines y que se pueden encontrar en todos los pueblos y ciudades de Argentina, y donde es posible alquilar habitaciones a tanto la hora. En el campo, en el hogar de los ricos estancieros, los hijos de tales terratenientes adquirían sus primeras experiencias sexuales con las mujeres de servicio o con las hijas de los trabajadores de la estancia. No podían, por supuesto, acostarse con una muchacha de su misma clase social. La virginidad de las niñas de sociedad era la más preciada de las posesiones familiares, y sólo podía ser cedida al precio de un muy buen matrimonio.

Para la pobre muchacha que creciera en las pampas, a los catorce años la virginidad era casi con certeza algo perteneciente al pasado. Unas pocas podían llegar a esperar de la vida algo más que una demoledora pobreza. Sin embargo, si la muchacha era realmente bella, siempre existía la posibilidad de encontrar un hombre casado y de buenos recursos que la mantuviera. Juana Ibarguren era ciertamente bonita, de un modo un poco peculiar, pero era regordeta y en cierto modo pellizcable; poseía a la vez una personalidad efervescente, que por lo general, le permitía obtener lo que se proponía. En la casa de los Duarte, donde trabajaba como cocinera, rápidamente fijó sus ojos negros y relampagueantes en el amo de la propiedad. No pasó demasiado tiempo sin que se encontrara embarazada del primero de sus cinco hijos, todos nacidos en la casa de una única habitación que Juan Duarte había alquilado para la muchacha en su pueblo natal.

El padre de Juana Ibarguren había sido el cochero de Los Toldos, y llevaba a las ricas familias de estancieros con su propio caballo y su coche ligero de dos ruedas desde y hasta la estación de ferrocarril, donde el hermano de Juana trabajaba como jefe. Juana no pertenecía al rango más bajo del campesinado rural, en el cual una muchacha podía casi siempre hacer caso omiso de la formalidad de un matrimonio. Tal vez, por esta razón, era comprensible que alguno de sus vecinos más respetables miraran a Juana con ojos reprobatorios.

Pero sus relaciones con Juan Duarte eran estables. Después de todo, duraron más de quince años. Aunque Juan no vivía con la familia, solía visitarles con frecuencia. A pesar de que los niños no se sintieron privados del afecto y cariño paternos, aprendieron desde muy temprana edad el significado de ser marcados como hijos bastardos.

Los Toldos era una localidad tan pequeña que casi ni podía llegar a llamársela pueblo; era simplemente una estación en la línea del ferrocarril, un alto a ciento cincuenta kilómetros y en mitad de las pampas antes de que el tren llegara a la siguiente localidad, llamada O'Brien. Todos sus habitantes tenían el mismo tipo de vida, mezquino y eternamente ligado a la pobreza. Aun así, los niños Ibarguren permanecían asilados. Los vecinos no permitían a sus propios hijos jugar con ellos. Pero aunque esto es algo que ningún niño podrá olvidar jamás, la experiencia más honda y terrible en el transcurso de la infancia de Eva (era entonces la menor y tenía casi siete años), ocurrió al morir su padre. Juana Ibarguren, siendo como era una mujer práctica, sabía que no podría asistir al entierro (que en Argentina debe tener lugar en el transcurso de las veinticautro horas de ocurrida la muerte) en razón del profundo odio que la esposa de Juan Duarte, la señora Estela Grisola, sentía por ella. Pero Juana deseaba que sus hijos vieran a su padre por última vez. Por tanto, vistió a sus hijas (Elisa, la mayor, que entonces tendría unos dieciséis años; Blanca, que contaba catorde; Arminda, un año mayor que Eva, y la misma Evita) de riguroso luto, con negras batas y largas medias negras también, mientras que Juan, el muchacho de diez años de edad, lucía una negra banda de crepé alrededor de su manga. Y así inicaron aquel primer y único paseo enlutado hasta la estancia de los Duarte. Pero cuando llegaron, no les permitieron entrar en la casa.

Puesto que la muerte y el entierro desempeñan papeles tan significativos en la vida del pueblo argentina, doña Estela estaba totalmente resuelta a no permitir que la evidencia de la infidelidad de su esposo muerto se pusiera de manifiesto en público y junto al mismo ataúd. Por tanto, las atónitas niñas y el pequqeño hermano se sentaron en el carro, llorando a mares y sin llegar a comprender del todo qué estaba ocurriendo. Finalmente, un hermano del difunto Juan Duarte se decidió a interceder a favor de "aquellos pequeños infelices que sólo desean ver a su padre por última vez". También se les permitió que siguieran el cortejo fúnebre, detrás del ataúd, hasta el cementerio local, pero debieron hacerlo en fila india e inmediatamente después de la familia.

La vida fue muy dura para Juana Ibarguren durante el transcurso de los años siguientes. Juan Duarte había significado su única fuente de ingresos. Y todo lo que él le dejó fue la declaración legal en la que aceptaba que los niños eran suyos (a fin de que pudieran llevar el apellido). De este modo, para poder pagar el alquiler de la pequeña casa de una sola habitación, tanto Juana como las niñas tuvieron que trabajar como cocineras en las estancias locales. Fue entonces cuando Eva tuvo su primera visión de las familias adineradas y poderosas que controlaban la República Argentina por medio de las riquezas que les suponían el ser dueños de la tierra.

En la provincia de Buenos Aires, la mayor de las provincias de la Pampa y donde se encuentra situada la localidad de Los Toldos, quince familias tenían la posesión de un millón de acres cada una (unas cuatrocientas mil hectáreas). Otras cincuenta familias poseían alrededor de cincuenta mil acres (veinte mil hectáreas). Las estancias en las que Eva trabajó durante esos años eran prácticamente pequeños reinos semiindependientes. Tenían sus propias escuelas, capillas y hospitales. Las familias de los estancieros dividían su tiempo entre Buenos Aires y París, y solían ir a la estancia durante las Navidades, al comienzo y largo caluroso verano argentino. El viaje desde y hasta la más cercana estación de ferrocarril en la pampa era casi siempre la única conexión que estas familias podían llegar a tener con los minúsculos pueblos que habían ido creciendo alrededor de las estaciones de ferrocarril que los ingleses habían construido para provecho de las estancias.

Para Eva, que ayudaba en la cocina, aquel era un mundo que, como niña, contemplaba boquiabierta: las multitudes de huéspedes con sus niños, las nodrizas, las gobernantas, los mayordomos y la figura del patrón, siempre vestido con la inevitable imitación cara de las ropas que los empobrecidos gauchos usan en aquellas llanuras.

Eva jamás olvidó aquellos años, ni tampoco el pequeño pueblo polvoriento y sucio, a un lado de las vías del ferrocarril. En su autobiografía, La razón de mi vida , publicada muy poco antes de su muerte, en 1952, Eva rememora su infancia: "Recuerdo que me sentí muy triste durante muchos días cuando descubrí que en el mundo existía gente rica y gente pobre, y lo más extraño es que la existencia de los pobres no me causó tanto dolor como el conocimiento de que al mismo tiempo existían personas que eran sumamente ricas... De cada uno de aquellos años guardo el recuerdo de alguna injusticia que me fue volviendo rebelde..."

Pero la vida mejoró un poco cuando Eva tenía diez años (su madre finalmente había conseguido otro protector). Le había tomado un buen tiemp, pero a pesar de los cinco niños y de su creciente gordura, Juana todavía podía atraer a los hombres. Había una especie de marcada sexualidad, de madurez y de excitante seducción en el brillo de sus negro ojos. Casi en el umbral de los cuarenta años, madura y voluptuosa, no le habían faltado admiradores. Pero el encontrar el hombre adecuado, el que pudiera pagar la cuenta, le tomó un buen tiempo. Finalmente, ese hombre apareció, y lo hizo en la figura de un político local, típico de aquellos pueblos pequeños, y radical. La había conocido en el transcurso de una visita que realizara a Los Toldos, y rápidamente se prendó de sus encantos. Como Juan Duarte, su predecesor, ya estaba algo entrado en años y también tenía una familia. A Juana no le imprtó demasiado. Todo eso demostraba una estabilidad que generalmente faltaba a los jóvenes machos que habían estado cortejando a ella y a sus hijas en Los Toldos.

Así fue como la instaló en una pequeña casa en la calle de Julio A. Roca de la ciudad de Junín, exactamente enfrente de su propio hogar. No era éste tampoco un sitio demasiado bueno: una construcción de barro encalado , con un patio a su alrededor y la puerta principal que daba directamente a la calle, distribución típica de todas las casas de las ciudades de provincias en Argentina. A pesar de que Junín se jactaba de tener una población de más de treinta mil habitantes, era todavía muy similar a qualquier pueblo de las pampas... rodeado de las llanuras sin fin, los campos de trigo y los rebaños de ganado vacuno.

Para los hijos de doña Juana Ibarguren, el hecho de trasladarse a Junín desde aquel pequeño pueblo donde habían vivido, fue como trasladarse a la gran ciudad. Había allí calles pavimentadas, dos edificios de pisos, tiendas con un surtido de vestidos confeccionados en Buenos Aires, e incluso una sala de cine. Asistir a las sesiones del cine o caminar hasta la estación de ferrocarril para contemplar la llegada del tren procedente de Buenos Aires eran los entretenimientos más destacados fuera del ámbito de las actividades escolares, pero en primavera y verano, en los cálidos atardeceres y en las indolentes tardes del domingo, las muchachas amenudo dirigían sus pasos hasta la plaza, por la que paseaban cogidas del brazo, a la sombra de los anchos y frondosos árboles, riéndose tontamente y escuchando a los jóvenes muchachos, quienes daban la vuelta a la plaza, pero en sentido contrario, para que cada vez que se enfrentaran con las niñas pudieran dirigirles un piropo, un cumplido susurrado con palabras que no habían cambiado a lo largo de las generaciones. A la muchacha con vestido verde: "Eres un milagro en verde; qué llegarás a ser cuando madures... " O a la que vestía de rojo: "Bella como una rosa... pero tengo miedo de las espinas."

Es dudoso que Eva Duarte fuera la destinataria de muchos piropos susurrados al oído. En aquellos primeros años de su adolescencia era aún un pequeño patito feo. Hay una vieja fotografía suya tomada en la escuela que ha logrado sobrevivir (una en grupo, al finalizar el año escolar, con las muchachas vestidas de almidonadas batas blancas, con lazos como mariposas en sus cabezas). Eva se encuentra en medio del grupo, un poco hacia atrás. Es una niña casi carente de belleza, aparentemente malhumorada, con ojos oscuros y contemplativos que miran con tristeza con una carita de tinte levemente amarillento. No existe allí ningún amago de la belleza que luego iba a ser. Ni siquiera un esbozo de las curvas que las muchachas argentinas desarrollan a temprana edad.

Una de las compañeras de Eva en aquellos tiempos la recuerda como una muchacha introvertida y reservada, del tipo callado y distraído. No era una alumna brillante, y todos los indicios la señalaban como una persona que se enfrentaba a un futuro deprimente.

La madre de Eva ya había logrado encontrar marido para sus tres hijas mayores entre la sucesión de jóvenes solteros que desfilaban por la casa de huéspedes que entonces regentaba. Elisa se casó con un oficial del ejército, una vez finalizados los estudios de la escuela de segunda enseñanza y después de conseguir un puesto en la oficina de correos, gracias a las buenas relaciones del protector de doña Juana. Blanca contrajo matrimonio con un joven abogado luchador, y Arminda lo hizo con el ascensorista del ayuntamiento de la ciudad.

A su vez, Juan, el hijo varón, por aquel entonces había conseguido un trabajo a comisión como vendedor de jabones, artículo que vendía en las tiendas locales. En el caso de Eva, los planes de doña Juana con respecto a ella no iban más allá de que lograra terminar los estudios primarios y luego pasara a ayudar en las tareas de la casa de huéspedes. Pero su hija menor tenía otros planes. En el mes de octubre de 1933 le asignaron un pequeño papel en una obra teatral, escenificada en el colegio y llamada Arriba estudiantes, un melodrama emotivo y lleno de amor a la patria, que caía en el patriterismo. Desde aquel momento, Eva Duarte decidió sacudir de la suela de sus zapatos el polvo de las pampas. Iba a ser una gran actriz.

Eva no perdió un segundo para poner en marcha sus propósitos. Lo primero que aprendió de las revistas sobre el mundo teatral, que compraba en el kiosko de la esquina de la plaza, fue que el único lugar de Argentina en el que una muchacha podía llegar a convertirse en actriz era Buenos Aires... la capital de la nación. Esto le representaba algunos problemas. Para empezar, entre ella y la gran ciudad había cientos de kilómetros. No tenía dinero, y ciertamente no existía la posibilidad de que su familia la ayudara. Además, todavía tenía que asistir a la escuela y sólo tenía catorce años. Pero cuando Eva se empeñaba en algún objetivo, muy raramente se veía defraudada.

Unos pocos meses después, cuando acababa de cumplir los quince años, un guapo y joven cantor de tangos, Agustín Magaldi, se presentó en Junín para actuar durante un par de noches en el teatro de la ciudad. Juan Duarte tenía un amigo que trabajaba alli, y entre los dos lo organizarom todo para que Eva pudiera delslizarse furtivamente por la puerta lateral del teatro durante la primera representación. Así, cuando Magaldi dejó el escenario esa noche, encontró a esta muchacha de piel muy blanca y labios muy rojos esperándole en el camerino que quedaba en el fondo del teatro. La noche siguiente, al finalizar el show, ambos se fueron en coche a Buenos Aires.

NOTAS: En este libro, aparece Erminda (una de las hermanas de Eva Duarte) como Arminda.
En la web oficial de la familia, se explica que la esposa legítima de Juan Duarte, había muerto antes que él y que las dos familias se llevaban bien. También explica que fue Juana Ibarguren quien a regañadientas acompañó a su hija a Buenos Aires y la dejó en casa de unos familiares.

Aquí puedes leer otra explicación de los comienzos de la vida de Eva Duarte.



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