Visiones / Opiniones sobre Eva Duarte de Perón


Eva Ibarguren EVA IBARGUREN EVA DUARTE EVA PERON EVA PERON EVA PERON EVA PERON

María Eva Duarte de Perón / Evita. Argentina 1919-1952

Visión óptima con Internet Explorer

ASÍ LOS HE VISTO

ASÍ LOS HE VISTO

ASÍ LOS HE VISTO. José María de Areilza. Editorial Planeta, S.A. Barcelona, 1974.

José María de Areilza José María de Areilza, conde de Motrico, nació en Portugalete, provincia de Vizcaya, en 1909. En 1932 terminó las carreras de ingeniero industrial y de abogado; fue uno de los fundadores de las JONS y colaboró en la fusión de las JONS y de la Falange. Desde 1947 a 1950 fue embajador en la República Argentina; y de 1954 a 1960 en Washington. En 1966 ingresó en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Entre sus últimas obras figuran "Escritos políticos" (1968), "Cien Artículos" (1971) y "Figuras y pareceres" (1973).

ASÍ LOS HE VISTO. Esta obra es una apasionante galería de retratos trazados por la pluma de un hombre de gran experiencia humana y política que ha vivido multitud de situaciones clave desde una posición de observador privilegiado, y que además es un extraordinario escritor, incisivo, inteligente y siempre sugestivo.

Desde la primera de las semblanzas, dedicada al padre del autor, el doctor Areilza -la única de carácter estrictamente íntimo y personal_, hasta la que cierra el volumen, sobre Franco, se pasa revista a una serie de personajes de primer orden que contribuyeron decisivamente a configurar la historia de nuestro mundo, José Calvo Sotelo, José Antonio Ledesma Ramos, Onésimo redondo, el general Mola, Sánchez Mazas, Foxá, Lequerica, José Antonio Aguirre, e incluso miembros de la familia real, como Alfonso XII y don Juan de Borbón; grandes figuras de la política internacional como los presidentes de los Estados Unidos de Norteamérica Eisenhower y Kennedy, el general Charles de Gaulle, Juan Perón y Evita, Foster Dulles y el secretario de las Naciones Unidas Dag Hammarskjöld.

Textos obtenidos de las solapas del libro

Esta página se ha podido realizar gracias a la colaboración de mi amigo José Samper de Cartagena, España, que me mandó fotocopia en color de la portada de este libro así como de los capítulos referidos a Juan Domingo Perón y a Eva Perón, que reproducimos a continuación, por ser muy conocidos y aparecer parte de ellos en otras obras, al citar a José María de Areilza, conde de Motrico.

Eva Perón

Llegué embarcado a Buenos Aires un 15 de marzo de 1947, como jefe de la misión diplomática española. Era una mañana gris y lluviosa, fría, como corresponde al otoño porteño. El embajador del Ceremonial del Estado subió a bordo y tras las habituales cortesías me anunció que el presidente de la República se hallaba ausente de la capital en una entrevista fronteriza con su colega brasileño, Dutra, en el Paso de los Libres pero que había dado instrucciones para que las credenciales las presentara de inmediato a su regreso, con tiempo para que pudiera asistir después a las fiestas patrias del 25 de mayo. "Y no olvide de visitar enseguida a la señora del presidente -añadió-. Le espera con impaciencia". Llevaba yo el encargo de condecorar con la Gran Cruz de Isabel la Católica a Eva duarte, cuyo otorgamiento había sido publicado en el Boletín Oficial de Madrid en las listas del primero de abril. La cruz que le regalaba el Gobierno era una auténtica joya en perlas, brillantes y rubíes, labrados con primor. Se preveía que, además, Evita viajara a España en visita oficial poco después y quedé yo facultado para, sobre el terreno, discutir con ella y el presidente todo lo relativo al itinerario, programa, séquito y calendario definitivo del acontecimiento. Me pareció correcto no visitarla, sin embargo, hasta que pasara mi ceremonia de acreditación. La noche de ésta, el día 23, en los amplios salones de la Casa Rosada, apareció Evita, por primera vez, entre la turbamulta de ministros, dignatarios, edecanes, funcionarios, periodistas y público que se sumó al acto. Iba vestida con un traje de tarde, elegante, de corte parisino indiscutible, con rutilantes joyas y con una chaqueta de visón. Me saludó fijando en mí sus penetrantes ojos oscuros que acentuaban más la palidez amarilla de su piel y el rubio trigueño de sus cabellos, peinados lisamente hacia el moño. Evita no sonreía casi nunca. Tenía una mirada inquisitiva, alerta, dura, de persona que está poseída por una ardiente misión. “Le llamaré un día de estos para que venga a verme”, dijo.. A poco fueron las fiestas de mayo y hubo en el teatro Colón una función de gala a la que asistimos mi mujer y yo, y en la que volvimos a saludar a la esposa del presidente, espléndida en su traje de noche ataviado con una soberbia riviére de brillantes. “Mañana venga usted a verme -me espetó-. Ya le dirán la hora”.

EVA PERON Efectivamente, a las pocas horas, las siete de la mañana del día siguiente, sonó el teléfono de mi cuarto. “¿Es usted el embajador? Soy la presidenta. A las cuatro y media en Trabajo y Previsión, en la planta baja donde está mi despacho. Venga con tiempo porque hay mucho que hablar”. La orden conminatoria, mezcla de autoritarismo e ingenuidad, me hizo gracia. Acudí a la entrevista picado de curiosidad. Llegué puntual al amplio salón donde Evita recibía a su público. Quien no haya conocido esa época, difícilmente puede imaginarse el tono y el clima del ambiente en que la mujer del presidente despachaba sus infinitos visitantes. Era un continuo clamor y barullo de cientos de personas abigarradas y heterogéneas que esperaban durante horas ser recibidas por ella. Había comisiones de obreros; mandos sindicales; mujeres del pueblo desgreñadas, con niños; periodistas extranjeros; una familia gaucha con sus ponches pampeanos, y el paisano con sus largos bigotes negros, sedosos y lacios. Refugiados del telón de acero; fugitivos de Europa; intelectuales y universitarios bálticos; clérigos y monjas; señoras gordas con lentes, gritonas y sudorosas; estudiantes; empleados jóvenes, futbolistas; artistas de teatro y circo, como en un inmenso y cambiante valle de Josafat. Evita, sentada tras una larga mesa que presidía el auditórium, tenía ante sí varios teléfonos, un montón de dossiers , tres o cuatro edecanes, dos secretarios e indefectiblemente uno o dos ministros, un grupo de senadores y diputados, gobernadores de provincias, el presidente del Banco Central y una nube de fotógrafos y operadores cinematográficos. En medio de este aparente caos, especie de kermesse ruidosa y confusa hasta la locura, Evita escuchaba las peticiones más varias que le eran formuladas, desde un aumento de salarios, hasta un convenio colectivo, pasando por una vivienda familiar, un ajuar, ropa de niños, puestos en una escuela, alimentos, permisos para rodar un filme, subvenciones de toda índole, denuncias contra abusos del poder, interviús, homenajes, mítines, inauguraciones, asambleas femeninas o entrega de regalos y donativos. Evita era incansable. Mantenía el agotador show durante horas y horas hasta bien entrada la noche. A veces interrumpía la audiencia para trasladarse a un salón contiguo del mismo edificio en el que dirigía la palabra a un grupo de peronistas o de trabajadores en un improvisado mitin político. Hablaba con voz ronca, algo metálica, rápidamente y sin cuidarse mucho del vocabulario o del contenido ideológico del discurso. Su único tema era la lealtad y la exaltación de la figura del general Perón en términos inflamados y muchas veces elementales, casi infantiles.

Evita iniciaba casi siempre las conversaciones con un ataque, como las personas inseguras. La agresión verbal le servía para poner a prueba la serenidad del interlocutor y también para dejarse interrogar sobre temas que pudieran incomodarla o comprometerla. Me hizo sentar junto a ella en la mesa larga del estrado, frente a la multitud estridente, y empezó su diálogo con una ofensiva en toda regla:

”Sé que viene usted a torpedear mi viaje a España. Y que trae la condecoración para imponerla en Buenos Aires, evitando que yo tenga que ir a Madrid a recibirla de manos de Franco. No lo niegue porque estoy enterada de todo. Hasta sé cómo es la condecoración que guarda usted en su embajada. Nuestro servicio de información es perfecto. Ya lo irá usted notando…”

Ante aquella avalancha, reaccioné con calma y serenidad. Traía, en efecto, la cruz, creyendo que la deseaba tener en su poder antes de su viaje. Pero no tenía el menor deseo de imponérsela oficialmente, si ella prefería que lo hiciera personalmente el generalísimo en Madrid. Aquella misma tarde se la mandaría a su residencia para que la incorporara a su colección. Y en cuanto al viaje tenía instrucciones amplísimas para fijar a su conveniencia el itinerario y las fechas.

Mi respuesta la desconcertó. Intentó la ofensiva por otro lado: “El programa que me ha mandado nuestra embajada en Madrid es una birria. Hay que cambiarlo todo. Quiero actos populares, estar en contacto con la gente, con los descamisados de su país… Han querido suprimir mi viaje a España enemigos míos y enemigos de su Gobierno. Dentro del propio Gobierno argentino tengo ministros que no son leales a mí, ni al general. Se lo digo para prevenirlo contra ellos. Son capaces de cualquier intriga con tal de perjudicarme. También los gringos se han movido para pedirme que no viaje a España y su embajador aquí, Messersmith, se lo ha dicho claramente a Perón. A mí los gringos no me importan nada. Iré aunque no les guste. Hasta la Nunciatura se ha movilizado para impedir que fuese hasta Roma a ver al Papa con ocasión del viaje. Son las señoras de la oligarquía porteña las que han metido la manija para que el viejo pajarón reblandecido del Vaticano se asuste y diga que no me recibe. Por cierto que también su señora debe de ser oligarca por las joyas que llevaba la otra noche en el Colón..."

Aquello era un torrente de opiniones, juicios, peticiones, noticias, veladas amenazas y era sobre todo el reflejo de la enorme tensión política que esta mujer extraordinaria había llevado a la vida pública argentina. Era cierto que existían ya clanes importantes en pro y en contra de Evita. Y no sólo en los sectores sociales hostiles al régimen sino dentro del sistema mismo en el que importantes elementos civiles y militares se oponían al lanzamiento de su figura como segunda personalidad del peronismo, mientras que otros grupos trataban de utilizar su ascendente importancia para trepar en la escala del poder asidos a la estela de su éxito y popularidad.

Mi primera conversación de la que he dado esos breves fragmentos característicos había durado casi dos horas, con incesantes interrupciones de los demás visitantes, órdenes a los ministros y altos funcionarios presentes, flashes de los fotógrafos y llamadas telefónicas continuas. Pedí permiso para volver a la Embajada donde me esperaba trabajo urgente.

JOSE MARIA DE AREILZA, EVA PERON Y JUAN DOMINGO PERON

Evita me insistió: "Pídale a Franco que vaya a esperarme al aeropuerto porque es como si fuera Perón que es, en estas horas, su mejor y casi único amigo americano. ¡Y la rabia que le va a dar al gringo Truman al vernos juntos!..."

Tenía una mezcla de talento natural, habilidad para jugar con los intereses contrapuestos, lenguaje directo, a veces desenfadado, con incrustraciones de lunfardo porteño, imágenes chispeantes, ironía insolente, críticas feroces, inacabable apetito de poder y mando, demagogia efectiva, apelación a lo popular, sin intermediarios, ventana abierta a todos, con una cierta milagrería de ayuda y regalo a los desvalidos y un constante punto de revisión y aguijoneo a la burocracia oficial, empezando por la más alta, que la mantenía en alerta constante. Evita tenía un guardarropa femenino impresionante. En su viaje a España llevó consigo, según me confesó, casi un centenar de trajes y otros tantos sombreros, más de una serie de aderezos y joyas por valor de muchos millones. Tenía en ese aspecto mentalidad de gran actriz o de primera estrella de cine. Pero no era, sin embargo, y a pesar de los atavíos -a los que dedicaba gran interés y tiempo- mujer coqueta en el sentido habitual del vocablo. Estaba literalmente consumida por una gran pasión, el peronismo, y dentro de él, la revolución social entendida a su manera, mitad paternalista, mitad justiciera. Y el culto a Perón que inundaba su personalidad y existencia eran, al mismo tiempo, una forma exaltada y visible de patriotismo argentino. Evita era nacionalista por encima de todo, con un amor desenfrenado a la tierra y a sus hombres, al gauchaje, a la Pampa y a los que decían, como Martín Fierro en el poema, Yo no tenía ni camisa ni cosa que se parezca.

Durante tres años traté a Evita con asidua relación. Eran tiempos duros para la política exterior de Madrid. Aislados en el orden diplomático, con carencias graves alimenticias y de primeras materias, sin apenas divisas, en el mundo hostil o indiferente contábamos con escasos gobiernos amigos. El de Buenos Aires era uno de ellos, quizá el más importante. Nuestra misión allí era, al decir de uno de mis colegas, como la del periscopio del submarino que nos permitía otear con buena visibilidad el panorama exterior. La tarea nuestra consistía esencialmente en lograr créditos incesantes para enviar granos y carnes, cueros y pieles, sobre todo, a la exhausta península. En el complejísimo engranaje del peronismo gobernante, en el que había facciones y grupos atrozmente contrapuestos, existían núcleos acérrimamente enemigos del régimen español que saboteaban , en lo posible, el flujo de mercancías con pretextos diversos. También, lógicamente, contábamos con el apoyo de otros sectores y poersonalidades absolutamente entregadas a nuestro propósito. El general Perón era públicamente amigo nuestro y a él acudía yo en última instancia cuando los problemas se agudizaban. Eva Perón era otra de las piezas clave, mucho más difícil y de reacciones impronostcables que nos traían cotidianamente en vilo, para neutralizar, superar o modificar sus volubles criterios que no obedecían tanto a razones doctrinales o ideológicas, cuanto a temas menores de índole casi siempre personal y que había que aceptar con grandes dosis de paciencia y buen humor hasta que el temporal amainaba. Cultivar la amistad política de la esposa del presidente no era ciertamente tarea ligera ni exenta de sobresaltos. Había que mantener un casi cotidiano contacto para no perder el rumbo en la intrincada marejada.

Evita llamaba con frecuencia por teléfono a la Embajada para pedir que subiera a verla al Palacio Unzué, residencia presidencial de aquellos años. Ambos, el general y la presidenta, eran grandes madrugadores. Salía Perón de su casa algo antes de las siete de la mañana y empezaba su despacho en la Casa Rosada con reuniones de Gabinete que empezaban a las ocho. Evita se levantaba también a las seis y media y organizaba una primera audiencia política en sus habitaciones y saloncito del primer piso, mientras tomaba un café cortado al que invitaba a los visitantes. Eramos una docena, entre ayudantes, secretarios, algún alto funcionario o ministro, goberandores de provincias, senadores, diputados y directores de periódicos. Nuestra anfitriona, envuelta en su elegante bata de seda rosa, exponía problemas, escuchaba relatos o impartía instrucciones. Lo relativo a mi presencia era por lo común algún problema relacionado con España, con gentes que le habían escrito o formulado peticiones, o con iniciativas que le interesaban referentes a nuestro país. Las actividades de los artistas argentinos en España y de los españoles en Argentina le merecían constante atención. Cuando ya mi asunto estaba despachado me decía: "Quédese un rato y así verá como funciona desde la madrugada la política social del peronismo." A veces, esa tertulia embarullada duraba dos o tres horas. Yo callaba casi todo el tiempo pero simplemente con observar y escuchar tenía un extraordinario conocimiento de la maquinaria más íntima del sistema, información que me envidiaban, mis colegas del cuerpo diplomático. Cuando yo salía a reuniones sociales en Buenos Aires en las que frecuentaba los grandes nombres de la denostada "oligarquía", me causaba verdadera sorpresa la astronómica distancia en que se desenvolvían sus historias, rumores y pronósticos sobre la situación y la cruda realidad de los hechos. Alejamiento que se da con reiterada frecuencia en las mas variadas colectividades nacionales en las que a veces un embajador extranjero alcanza a informarse en fuentes más cercanas al poder que la propia clase dirigente indígena.

Evita tenía caracter tenaz y refractario al olvido. Sus aborrecimientos eran implacables y gustaba de hacerlos solidarios o por lo menos de tratar que se adoptasen por sus amigos. El canciller Bramuglia, italiano de origen, fino, taimado y lleno de sutilezas dialécticas, era uno de sus objetivos preferentes. Para los emnbajadores resultaba a veces violenta la situación a que esa incompatibilidad nos llevaba, en recepciones, comidas e invitaciones. Otro adversario al que distinguía con insistencia era José Figuerola, ministro secretario de la Presidencia de la República y hombre de la entera confianza del general. Las anécdotas que sobre el particular podrían referirse eran pintorescas y acaso parecerían inverosímiles al lector de nuestros días. Evita, mujer de los pies a la cabeza, tenía ardides femeninos para lograr sus propósitos, que utilizaba de vez en cuando en forma inesperada. Recuerdo que en cierta ocasión, después de su regreso de España, de donde volvió muy impresionada por el recibimiento caluroso y multitudinario que tuvo en Madrid y otras ciudades, quiso visitar conmigo la gran exposición de arte moderno español que se organizó en la capital argentina por el gobierno, bajo la dirección de Sotomayor y de Llosent Marañón. "Mañana a las ocho me espera usted en la puerta. Quiero recorrer la exposición sin gente porque el día inaugural fue un tumulto." Fue una visita de las diversas salas, una a una, en la que yo trataba de explicarle lo que los grandes maestros contemporáneos significaban: Solana, Vázquez Díaz, Benedito, Zuloaga, hasta cuarenta o más pintores de nuestro tiempo. Se veía que buscaba decirme algo que le interesaba sobremanera: que alguna de aquellas obras sirviera para decorar su nueva residencia de Vicente López en la que tenía puesta una gran ilusión. Por fin concretó su deseo: un par de naturalezas muertas de Benedito y una figura y un paisaje de otros dos autores. No estaban los momentos para vacilaciones: los descolgamos con precaución y horas más tarde salían para la residencia como obsequio de nuestra representación. A las dos de la tarde me llamaba Evita: "Usted no sabe la bronca que me echó el general cuando llegaron los cuadros. Me retó durante una hora por lo que había hecho y me obliga a devolvérselos. Se los mando con el chófer de la Presidencia." Efectivamente, vinieron perfectamente envueltos. A la media hora, nueva llamada telefónica: "Mire, embajador, ahora puedo hablarle con más libertad porque antes estaba el general delante, hecho una furia. Usted me guarda esos cuadros en la embajada. ¿Cuál es esa fecha en que los españoles se hacen regalos unos a otros?... ¿Los Reyes? Pues en esa ocasión me los vuelve a mandar como obsequio; ya habrá pasado algún tiempo y la cosa estará olvidada."

Las bromas intencionadas también eran su fuerte. Un día organizamos un almuerzo en la embajada para cumplir con mucha gente que nos había invitado y que pertenecían en su totalidad a la denostada "oligarquía". Nuestras relaciones con ese importante sector social eran delicadas y había que arroparlas con gran disimulo y prudencia. Mi colaborador Alfonso Merry del Val y su incansable esposa, luego magníficos embajadores en puestos de gran responsabilidad, mantenían abierta esa línea de contactos con hábil eficacia. A la una era la comida, y a las doce y media me llamó Evita con urgencia para que fuera a Trabajo y Previsión. Quise excusarme dejándolo para la tarde pero insistió en la importancia y urgencia del caso. Llegué a su despacho y me encontré con el habitual espectáculo masivo y vocinglero, aquel día particularmente numeroso. Eva me saludó al verme llegar, indicándome un sillón para que me sentara. "Enseguida me ocupo de usted." El tiempo pasaba y después de la una hice llamar a casa para que el almuerzo empezara sin mí. A eso de las dos y media Evita dio por terminada la audiencia general y dirigiéndose a mí me largó una tirada pintoresca y terrible contra las señoras de la oligarquía bonaerense que, según ella, saboteaban sobre su obra social. "¿Qué haría usted si no las tuviera de frontón para estrellar contra él su propaganda?", le contesté riendo. Cambió de tono y me dijo: "Usted tiene hoy a comer a unas cuantas de esas señoras en su casa. Yo quería que llegara tarde. Y ahora, vámonos." Y me llevó en su propio coche a la Embajada. "Dígales quién le ha traído en su coche para tomar el café", fue su despedida entre grandes risas."

Cuando llegó nuestro ministro Martín Artajo acompañado de brillante séquito a participar en los actos del 12 de octubre del año 1948 como invitado oficial. Evita, que ya lo conocía de Madrid y que le tenía auténtica simpatía por su natural inmensamente bondadoso y paciente, me dijo: "Este canciller de ustedes se come a los curas de tanto quererlos. Yo le voy a decir unos cuantos disparates para asustarlo." Advertí a Alberto del comentario para prevenirlo; y efectivamente, en el primer acto del programa visitábamos uno de los hogares de la ayuda social. Artajo, inadvertido, le preguntó sobre el aspecto religiosa de la obra, a lo que Evita, sin inmutarse, le respondió: "Teníamos curas pero hubo que echarlos porque pedían sin cesar aumento de jornal para decir la misa". "Estipendio...", corregía suavemente el ministro. "No sé lo que es eso. Ustedes los gallegos siempre se sacan palabras extrañas de la boca. Y además -añadió-, a más de uno lo encontramos en la cama por las mañanas con una mucama." Aquí el extrañado fue el ministro: "¿Qué es eso? ¿alguna prenda de abrigo?" Yo le expliqué por lo bajo que era un antiguo vocablo relativo al servicio doméstico recordándole la advertencia a su llegada. Los ojos de Evita, llenos de maliciosa picardía, observaban a su huésped que en su curtida serenidad se limitó a encogerse de hombres.

¿Fue Evita un instrumento de Perón que éste utilizaba como espolique demagógico y para aquellas tareas o actitudes que él no podía oficialmente adoptar? Creo que en ella había bastante más que lo puramente manejado o dirigido. Acertó a crear una imagen femenina, publicitaria, indudablemente popular, desgarrada en su lenguaje, directa en sus formulaciones, crítica hacia el propio burocratismo oficial que prendió en la gran masa sindical y trabajadora como una perenne fermentación que se hacía presente en el apoyo laboral a Perón y en las victorias electorales. No siempre era acertada la selección de sus equipos colaboradores y hasta tengo para mí que en última instancia fueron algunos de estos quienes imprimieron un rumbo final a la primera etapa peronista desembocándola en un enfrentamiento del que salió perdedora. Acaso también pueda decirse que si Evita hubiese vivido al producirse el levantamiento militar contra su marido, el choque hubiese sido mucho más difícil, el forcejeo más largo y el episodio más sangriento, porque a ella le hubiera gustado ponerse al frente de las masas en una coyuntura revolucionaria que podía haber tenido secuelas y consecuencias imprevisibles.

EVA PERON, FRANCO Y SU ESPOSA CARMEN POLO DE FRANCO

A España la ayudó en trances bien difíciles a pesar de las grandes resistencias que en el sector se producían de un modo constante por el antifranquismo militante de muchos de sus dirigentes. Cuando la coyuntura económica se deterioró hacia 1949, fue ella la que frenó la liberalidad generosa de los embarques alimenticios para España poniendo en grave aprieto nuestro balance de abastecimientos, que hubo de buscar nuevos caminos para el logro de lo indispensable: la regalada despensa argentina tocaba a su fin. Pero Evita tomó esa postura porque su instinto le advertía del peligro en que se encontraba la economía nacional y optó por cerrar uno a uno todos los grifos por los que se desangraba, a su juicio, la antes próspera situación del país.

Evita llevaba -a mi parecer- el grave mal que puso fin a su existencia, dentro de su cuerpo desde los años en que la conocí. Su color de piel era sospechoso y el rostro, demacrado, denotaba una fatiga patológica. Fue operada en aquellos años de apendicitis, oficialmente, pero un gran amigo nuestro, el doctor Arce me aseguró entonces que era el primer brote de la enfermedad definitiva. Creo que ella era consciente de esa situación y se quemó literalmente en los últimos años con un heroico trabajo político y social, en una patética carrera contra el reloj de la vida.

Don Pedro Ara, el anatomista de fama mundial que ha fallecido recientemente en Buenos Aires, era nuestro consejero cultural, y a través mío trabó conocimiento con el matrimonio presidencial en aquellos años. Ara había puesto en práctica un método inédito de conservación del cuerpo humano después de la muerte que le atrajo reputación científica universal. Al fallecer Evita, Perón, lo llamó para que la embalsamara según su sistema. La tarea duró varios meses y el resultado fue asombroso. Cientos de miles de personas desfilaron por la sala en la que se conservaba aquella figura con fidelísima veracidad. Al caer Perón tuvieron aquellos restos una odisea no bien aclarada todavía. Sin embargo, la obra del médico español resistió todos los riesgos, obstáculos e inconvenientes y se mantiene incólume. Pienso que algún día no lejano, el cuerpo embalsamado de Evita Perón se ofrecerá de nuevo en Buenos Aires en una continua capilla ardiente, a la curiosidad, al interés y al respeto de los argentinos que no la han conocido, envuelta ya en la leyenda de su vida.



Aquí puedes ver otras páginas realizadas por mí sobre:

Eva Perón    Documentos gráficos de Evita    Documentos gráficos de Evita (II)    Superman (moderna)    The Spanish Superman Homepage    Superman expandido    Superman Returns    Supergirl de Peter David    Superman en España    The Man of Steel    The Great Superman Thematic Museum    Legion of Super-Heroes    Smallville    Flash Gordon y Jungle Jim Sunday 1934-1944    Dan Dare. Pilot of the Future    Prince Valiant Sundays 1037-1956    Tarzan    The Heart of Juliet Jones    El Eternauta    El Hombre Enmascarado (The Phantom)    El Guerrero del Antifaz    Pantera y Pequeño Pantera Negra    Los Diez Mandamientos    El mundo de Suzie Wong    La ciudad de Jaca en imágenes    La ciudad de Amposta en imágenes    Ava Gardner    Kylie Minogue     Kim Wilde     Hurts     Coreano para españoles    Página índice de todas mis páginas


DOLORS CABRERA GUILLENDOLORS CABRERA GUILLENDOLORS CABRERA GUILLEN

Esta página está dedicada a mi esposa Dolors Cabrera Guillén, fallecida por cáncer el día 12 de marzo de 2007 a las 18.50 y por seguir su última voluntad, ya que conociéndome, antes de morir, me hizo prometerle que no abandonaría la realización de mis páginas web.

Homenaje a Dolors Cabrera Guillén


(C) Copyright   Mariano Bayona Estradera 1999 - 2016