El Dr. Pedro Ara, de Zaragoza, España, escribió en su libro muchas páginas sobre su trabajo con el cuerpo de Eva Perón, pero principalmente, en su aspecto de lo que ocurría alrededor de ese segundo piso del edificio de la CGT, donde Perón hizo construir el laboratorio de trabajo para el Dr. Ara. Las personas que le visitaron, la guardia personal que Perón puso a los órdenes del doctor, cómo fue cambiando el medio ambiente a partir de la muerte de Evita. Persona sumamente honrada e inteligente, imparcial políticamente hablando a lo largo de todo su libro, sólo una vez interfiere en las cuestiones políticas de Argentina y es cuando en un determinado momento de 1955, el gobierno del General Aramburu pretende con diferentes excusas, deshacerse del cadáver de Eva Perón haciéndole la autopsia.
Unicamente hay un capítulo en todo el libro que se refiere a su relación con la esposa del presidente Juan Domingo Perón. Es un capítulo que a medida que avanza su lectura se va volviendo más y más emocionante y vivo, por como el Dr. Pedro Ara describe la forma en que él vió a Eva Perón en un determinado instante de su vida, que te hace sentir que tú estás allí, al lado de Evita en uno de sus discursos de la Casa Rosada. Es esta pues una visión de Eva Perón bajo un punto de vista totalmente diferente al que se pueda encontrar en cualquier biografía, por lo que lo considermos de gran valor y lo exponemos íntegro para su estudio. Se trata del Capítulo III:
III ¿LA TRATO USTED ANTES, DOCTOR?
-Usted, doctor, conocería muy bien a Evita. Habría conversado con ella en las mil oportunidades que brinda la vida social. Su amistad o camaradería de colegas con algunos de sus médicos le habría proporcionado numerosos datos acerca de su salud y de sus enfermedades. Usted, doctor, sabría mejor que muchos otros si la señora fue operada una o más veces y el cuándo y el porqué y cómo quedó; tendría así valiosos datos aprovechables al ir pensando en su posible operación postmortem...
Vayamos por partes: siempre he sido poco cortesano. Aunque los altos puestos desempeñados por mí -tanto en la Universidad como fuera de ella- debieron situarme de un modo natural junto a las más elevadas autoridades y proporcionarme inevitables ocasiones de trato social y político -lo que no deja de ser ventajoso-, la verdad es que no quise o no supe aprovecharme de ello. Desde junio de 1925 en que, contratado por la Universidad Nacional de Córdoba, llegué a la Argentina, conocí a casi todos los Presidentes de la República, a muchos de sus ministros, gobernadores, rectores de Universidad, intendentes, militares, profesores y hombres eminentes de diversas tendencias políticas y de las más dispares profesiones. Sé, de seguro, que en tales ambientes se me respetaba y estimaba; pero no intenté intimar con nadie y sólo en muy contados casos ese conocimiento culminó en un trato cordial sostenido o en amistades entrañables de las que me siento orgulloso.
Lo mismo ocurrió al instalarse el régimen peronista. Algunos de sus personajes habían sido -como médicos- alumnos míos en la Facultad de Medicina de Córdoba; ellos mismos me lo recordaron en afectuosos encuentros casuales; otras veces, yo mismo me enteraba de las benévolas opiniones expresadas por ellos sobre mi influencia en el ambiente universitario cordobés. Desde 1943, entre los ministros de los Gobiernos nacionales que se iban sucediendo, tuve siempre algunos antiguos y estimados conocidos a quienes nunca importuné. Aun sin frecuentar tertulias ni más reuniones ni copetines que los inevitables, atando cabos de diversas madejas y leyendo entre líneas, ya a mediados del año antes mencionado pude darme cuenta de que el hombre del movimiento aparentemente militar del 4 de junio de 1943, aparentemente presidido por los generales Rawson, Ramírez, Farrell, etc., era el entonces coronel Perón. Este era, creo yo, el único que en el bolsillo interior de su guerrera llevaba ese día su plan, y con él fue, silenciosamente, a instalarse en un modesto despachito del Ministerio de Trabajo y Previsión. Tuvo allí como principal colaborador a José Figuerola, español, competentísimo en estadística y legislación social, hombre de gran cultura e inteligencia y muy buen amigo nuestro; mas tampoco aproveché la posibilidad de nexo ni aun después de haber previsto su futura importancia.
Acompañando a nuestro agregado militar, coronel Fernández Martos, viajé una vez a La Plata para asistir en su Universidad a la conferencia que sobre Defensa Nacional dio el coronel Perón. Cerca de media hora estuvimos el militar español y yo conversando con el futuro Presidente de la República, que todavía no tenía corte. De pie en medio del Rectorado, éramos muy contadas las personas que esa tarde le acompañábamos; hablamos de todo como entre iguales. Cuando se decidieron a empezar, el coronel Perón llamó a un joven teniente, cuyo nombre casualmente no he olvidado, y le ordenó que nos llevara a ocupar un puesto preferente en el salón de actos. Ya no se separó de nosotros el simpático oficial -luego general- hasta que, finalizada la clase, nos dejó nuevamente junto al conferenciante. Con ese acto quedaba inaugurado el curso de Defensa Nacional, que nuestro agregado militar siguió atentamente. Ese fue mi primero y, como se ve, bien inocente contacto con el coronel Perón. A pesar de sus cordiales ofrecimientos y de mi amistad con don José Figuerola no volví a verlo en meses o años.
Escalonadamente fueron sucediéndose los acontecimientos que culminaron en el 17 de octubre de 1945, fecha que yo olvidaré difícilmente, pues al otro día -primer «San Perón» de la Historia- nacía mi última hija, María Cristina. No es cosa mía el análisis ni el recuerdo, ni menos el enjuiciar aquellos ni ningunos otros sucesos políticos argentinos. No los presencié con los ojos cerrados, sino muy abiertos; pero el comentarlos sería ajeno al asunto central que historiamos. No faltará quien piense lo contrario: que sí tendría que ver; que de allí viene todo; que sin tales sucesos no hubiera nacido Eva Perón a la política, ni se hubiera elevado a la categoría de caudillo, ni despertado la admiración, la devoción y el verdadero fanatismo con que las masas populares consagraron como apostólica su figura. Parece ser que en esos días se virilizó su femí:nea fragilidad y fueron echados los cimientos del pedestal de amor de sus fieles; de aquellos miles y miles que desde entonces la rodearon y aclamaron en vida y querrían seguir acompañándola con su fervor, sus oraciones, sus lágrimas y sus lamentos más allá de la muerte; y también los cimientos del implacable odio de sus contrarios. Sin esos sucesos que habían de llevar a Eva Perón a la Historia, yo no hubiera tenido motivo --años después- para intervenir como técnico; pero el que las cosas fueran así no me obliga a tomar partido ni a ocuparme en inquirir o discutir las razones o sinrazones del movimiento de masas presidido por el coronel Perón y por su esposa, mientras no me dé por lanzarme con la audacia del inconsciente a invadir el campo de la historiografía política. Ojos tengo en los hombros
-repito-- que me guardan de extremados cargamentos, aunque no siempre.
Esa misma prescindencia me impidió conocer a fondo, personalmente, el carácter y otras condiciones de la señora de Perón. Todos los que por aquellos tiempos constituíamos la Embajada de España, le fuimos presentados una tarde por el embajador Conde de Buines durante una cordial recepción ofrecida en su sede. Con quien ya era la esposa del Presidente cruzamos cuatro palabras amables y protocolarias; y no hubo más, por mi parte, para el resto de su vida. Cierto que, por razones de mi cargo, asistí muchas veces a diversos actos culturales en los que la señora se encontraba; mas en esas o parecidas ocasiones nunca pasé del obligado saludo o de presenciar silenciosamente el espectáculo de su elegante y graciosa silueta.
Cuando falleció el eminente compositor español Manuel de Falla, el embajador me ordenó ir a Córdoba y actuar en su nombre, ofreciendo a la hermana del llorado maestro el incondicional apoyo del Gobierno español. Por otra parte, lo habían alarmado con la confidencia de que los republicanos y emigrados españoles, y sobre todo sus simpatizantes argentinos, trataban de explotar para sus maniobras políticas el triste acontecimiento que a todos nos afectaba tan profundamente. Aun sin manifestar tal estado de ánimo ni hacerse eco de los más o menos fundados temores, nuestro embajador creyó oportuno el comunicar la triste nueva al matrimonio presidencial y a los ministros y altos funcionarios argentinos que en ese día nos acompañaban a comer a bordo de un barco español. Comentando la irreparable pérdida, exclamó Eva Perón: «El viejito Falla era un genio; hay que hacer en su honor todo lo que se pueda. » De acuerdo con sus expresiones, ambos cónyuges dispusieron allí mismo que don José Figuerola redactara inmediatamente un telegrama, dirigido al gobernador de Córdoba, en el que se le rogaba colaborar con el representante del embajador, rendir al cadáver del maestro Falla los máximos honores y no permitir que los enemigos del régimen vigente en España utilizaran el luctuoso suceso para perturbar. Tampoco en esa oportunidad tuve que cruzar palabra alguna con la esposa del Presidente; el mensaje lo redactó aparte nuestro amigo Figuerola, quien, de inmediato, hízolo transmitir al mandatario cordobés. Apenas terminado el almuerzo salí por carretera para Córdoba y todo resultó como debía. Unos días después las autoridades civiles, militares y eclesiásticas y el pueblo entero de la docta capital formaron en honor del gran maestro de la moderna música española, cuyos gloriosos restos transportábamos el embajador de España, todos nosotros y algunos republicanos y emigrados políticos españoles, sin que el menor incidente pudiera restar solemnidad a la unánime expresión de devoción y pena.
Pasaron los días y los años. Seguimos Eva Perón en su prominente lugar y yo en el mio modestísimo y alejado. Su salud comenzó a dar que hablar. Yo era, efectivamente, conocido o amigo de algunos de sus médicos, más ni directa ni indirectamente tuve el honor de tratar con ellos, ni con la señora ni con su esposo, de enfermedades ni de cosa alguna. Sin embargo, en relación con el delicado estado en que, según rumores, se hallaba, no quiero olvidar un episodio del que casualmente fui atento testigo. Durante varias horas, casi una tarde entera, sin haberlo premeditado ni sospechado siquiera, tocóme permanecer muy cerca de Evita.
Acompañando a don Alberto Martín Artajo, entonces ministro de Asuntos Exteriores de nuestro Gobierno, casi todos los componentes de la Embajada estuvimos en la Casa Rosada invitados a presenciar la famosa concentración popular del 17 de octubre. Con el matrimonio presidencial, junto a todos los ministros del Gobierno argentino, numerosos diplomáticos, dirigentes sindicales, altos funcionarios militares y civiles, nos hallábamos en el gran despacho de la Presidencia. Por entre todos nosotros circulaba ágilmente Eva Perón repartiendo sonrisas y tacitas de café y entonando alegremente estribillos y tonadas. Sorpresivamente, cuatro o seis hombres jóvenes se plantaron ante la mesa sobre la que Perón y algunos de sus principales huéspedes apoyaban sus tazas, sacaron de sus bolsillos sendas hojas de papel, que desplegaron ante la expectante curiosidad general, y con relativa unanimidad pusiéronse a cantar el «¡Perón, Perón!, etc.» que, por lo visto, era nuevo y aún no se lo habían aprendido. Creí sorprender un relámpago de impaciencia en el rostro del Presidente ante el improvisado concierto, mas pronto estalló la ovación, iniciada por el entusiasta aplauso de Evita. Consumado el proemio musical, exclamó la sefiora: -¡Ahora, al balcón; nos espera este pueblo maravilloso-. Apenas había pronunciado Evita esas palabras cuando se formó una verdadera avalancha humana que, a través de salas y pasillos, nos empujó a todos, hombres y mujeres, hacia el gran balcón central de la Casa Rosada. Casi sin darme cuenta estaba ya en él, contra su antepecho, frente a la inmensa multitud que, desbordando la plaza de Mayo e invadiendo las amplias vías adyacentes, parecía apretujada hasta donde alcanzaba la vista. A mi izquierda quedaban el general Sosa Molina, otros militares y diversas personas; detrás de mí, la esposa del embajador en Washington, su hijo y muchos más; pero al girar hacia la derecha me vi junto a la propia Eva, que, con su esposo, saludaba a la entusiasta muchedumbre. Inmediatamente comprendí que yo estaba fuera de lugar; pero también pensé que el marcharme o el apartarme podría ser mal interpretado. Invité al general y ministro de mi izquierda a ocupar mi puesto, mas él, sonriente y amablemente, me obligó a permanecer cerca de la primera dama de la República Argentina.
De inmediato comenzó a desarrollarse el programa de actos previstos: Himno Nacional; imposición de numerosas condecoraciones peronistas a obreros, empleados, guardias, bomberos y ancianos que, emocionadísimos, las recibían besando las manos del Presidente y de su esposa entre ensordecedoras ovaciones de los cientos de miles de seres humanos presentes; discursos de los dirigentes gremiales, etcétera; todo ello fue rápidamente sucediéndose para dar lugar al anunciado discurso de la propia Eva. Ese era el momento que, impaciente, esperaba yo como aficionado a la Medicina.
-Ahora -me dije- se va a poner a prueba la resistencia fisiológica de esta señora. Si -como afirman- sufre de una profunda anemia, la disnea del esfuerzo no ha de permitirle largos y continuos períodos oratorios. Se verá obligada a descansar entre párrafos. Aprovechará para reponerse las largas ovaciones con que constantemente han de interrumpirla. Tal vez no se le note el cansancio; pero yo estoy aquí para ver su disnea y hasta para ver su pulso saltando bajo la fina piel de su delgado cuello...
En esto radicaba mi expectación. Eso fue lo que me hacía permanecer pendiente del ir y venir de su pecho, del ritmo de su respiración, más que de los esperados conceptos políticos a torrentes derramados. Mi privilegiada situación fue el mejor aliado del imparcial y curioso observador que era en aquellos momentos. Ni una palabra, ni un gesto, ni un movimiento, ni el más leve aleteo de su nariz podía pasarme inadvertido. Estaba mi atención tan por completo concentrada en la vibrante oradora, que nada podía interponerse entre mi mente y su figura. Como si no existieran los generales, ministros, dirigentes obreros y demas próceres peronistas o invitados que en el balcón nos rodeaban; como si la inmensa y clamorosa masa humana que a nuestros pies se extendía hubiérase transformado por arte de magia en el más silente de los desiertos. Apenas si pudo distraerme la recia figura del general Perón que, erguido a mi derecha, absorto en sus pensamientos mientras su mujer se prodigaba ante el micrófono, sacaba de vez en cuando -como furtivamente- del bolsillo izquierdo de su pantalón un muy plegado manuscrito de grandes y claras letras, con algunos rojos subrayados; lo desplegaba suavemente sin pasarlo del nivel de su muslo y, bajando la mirada más que la cabeza, echábale un -al parecer- indiferente vistazo para -con el mismo tranquilo cuidado- volver a plegarlo por sus propios dobleces, a enclaustrarlo en el mismo bolsillo, a consultarlo de nuevo a los pocos minutos y así reiteradamente durante casi todo el tiempo en que su esposa fue lanzando al estremecido éter, una tras otra, fieras andanadas subversivas destinadas a horadar los peñascos auditivos de sus fieles descamisados y de sus implacables enemigos.
Cuando la señora terminó, yo no hubiera podido repetir, ni extractar, ni comentar el contenido de su discurso. No estaba yo en la letra, sino en la música; no en la idea, sino en el ritmo. Como experta actriz que había sido en su primera juventud, la señora de Perón leía tan perfectamente y con tal soltura ante el micrófono, matizando frases y clamores con tan adecuados tonos, que quien no la viera leer podía imaginársela improvisando su proclama con inusitada y natural elocuencia de popular tribuno. Pero yo estaba allí. Yo la había visto avanzar tranquila y sonriente; mantenía en su izquierda el libreto, mientras su diestra se alzaba y agitaba pidiendo a la multitud el silencio que al fin logró. «¡Qué pueblo éste!», suspiró por lo bajo antes de empezar; e inmediatamente, con su clara y potente voz y enérgicos acentos, soltó su primer párrafo que los cientos de miles rubricaron larga y ruidosamente. Miré a Eva; no solamente no daba muestras de fatiga, sino que con voces y ademanes rogaba que no la interrumpiesen, que la dejaran continuar. Y así los párrafos iban sucediéndose cada vez más rotundos y violentos, cada vez más clamorosamente respaldados. Siempre igual, la señora seguía respirando normalmente, sin disnea ni la menor señal de fatiga, mandando callar a la gente durante las interminables ovaciones que a cada período acompañaban. Al terminar, aún naturalmente agitada como cualquier fuerte varón lo hubiera estado, Eva Perón se conservaba aparentemente fresca y lozana. Ni la mano al pecho, ni la boca forzando el respiro, ni el desorbitado de ojos del anhelante, ni la danza vascular en su cuello..., nada de lo que es propio de anémicos en trance de superarse pudo observar el más próximo espectador del drama. Tras largos minutos de corresponder, brazos en alto, al interminable vítor de la gente, levemente arrebolada, pero firme y segura, con un ágil saltito sobre los cables dejó al general Perón el área de los micrófonos y a mí la perplejidad de la que nunca logré salir. ¿Qué clase de enferma era ésa? A posteriori, no podemos ya dudar de que su anemia fue un hecho cierto. ¿Cómo la señora se sobrepuso a ella? ¿De dónde sacó tan frágil mujer fuerzas y aliento para su estentórea proclama lanzada a todo vapor en rapidísima sucesión de palabras y conceptos? Ahora conozco el final, pero entonces no era aún previsible. Se me habrá, pues, de disculpar si al ver a la señora salir tan airosa de la prueba pude sospechar que lo de su anemia fuera una equivocación o una farsa política para mantener impresionados a sus fieles. Como ignoro si había entonces alguna droga capaz de sostener impasible a un anémico durante treinta minutos de vertiginosa oratoria, debo considerar lo que vi como un caso de inexplicable resistencia biológica y anímica; de colosal victoria de la voluntad sobre la débil naturaleza corpórea.
Que me disculpe también el general Perón si no atendí debidamente su dura catilinaria. Debatíase mi cerebro en un mar de confusiones. No acababa de salir de mi asombro ante la performance de la distinguida presunta doliente. Refugiada un poco a la sombra, detrás de su esposo y rodeada por los más encumbrados de sus colaboradores, seguía como ellos el clamar y reclamar del Presidente y con ellos intercambiaba algún breve, discreto, cuchicheo. De vez en cuando dirigíale yo una furtiva mirada inquisitiva, que siempre la encontró sonriendo con los labios entreabiertos, luciendo, como de costumbre, su blanca fila de dientes -gesto obligado por el fuerte prognatismo maxilar superior que la caracterizaba-, mas en ningún momento pude sorprender en ella síntoma alguno de que necesitara reponerse.
No recuerdo cuándo ni cómo salimos de tan pródiga conmemoración peronista, cuyos demás episodios -muy interesantes, desde luego, para los políticos- no tienen nada que hacer en este relato.
Mientras duró la eufórica visita de nuestro ministro de Asuntos Exteriores a la capital porteña, varias fueron para mí las oportunidades casuales de estar más o menos cerca del matrimonio gobernante; pero nunca volví a tener tan larga ocasión de. observar y meditar ante el presunto grave caso clínico que la señora representaba.
Pasaron los meses y los años. Las cosas cambiaron para todos. A la euforia antes mencionada sucediéronse otros sentimientos de menos placentera expresión. Hice yo algunos viajes a diversos países de Europa y siempre, al regresar, encontraba más y mayores brechas en las relaciones oficiales. De modo que si mi conocimiento y trato con los presidentes habían sido antes tan superficiales, puédese imaginar a qué grado de protocolaria simplicidad llegarían luego, hasta que la muerte de Evita me puso de pronto, quieras o no, en los départamentos privados de la residencia presidencial.
De lo recordado en estas páginas ¿puede deducirse, en rigor de verdad, que yo traté socialmente en vida a Eva Perón?
Creo que no.
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