Visiones / Opiniones sobre Eva Duarte de Perón


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María Eva Duarte de Perón / Evita. Argentina 1919-1952

El Dr. Pedro Ara, de Zaragoza, España, escribió en su libro muchas páginas sobre su trabajo con el cuerpo de Eva Perón, pero principalmente, en su aspecto de lo que ocurría alrededor de ese segundo piso del edificio de la CGT, donde Perón hizo construir el laboratorio de trabajo para el Dr. Ara. Las personas que le visitaron, la guardia personal que Perón puso a los órdenes del doctor, cómo fue cambiando el medio ambiente a partir de la muerte de Evita. Persona sumamente honrada e inteligente, imparcial políticamente hablando a lo largo de todo su libro, sólo una vez interfiere en las cuestiones políticas de Argentina y es cuando en un determinado momento de 1955, el gobierno del General Aramburu pretende con diferentes excusas, deshacerse del cadáver de Eva Perón haciéndole la autopsia.

Unicamente hay un capítulo en todo el libro que se refiere a su relación con la esposa del presidente Juan Domingo Perón. Es un capítulo que a medida que avanza su lectura se va volviendo más y más emocionante y vivo, por como el Dr. Pedro Ara describe la forma en que él vió a Eva Perón en un determinado instante de su vida, que te hace sentir que tú estás allí, al lado de Evita en uno de sus discursos de la Casa Rosada. Es esta pues una visión de Eva Perón bajo un punto de vista totalmente diferente al que se pueda encontrar en cualquier biografía, por lo que lo considermos de gran valor y lo exponemos íntegro para su estudio. Se trata del Capítulo III:

EL DR. PEDRO ARA

III ¿LA TRATO USTED ANTES, DOCTOR?

-Usted, doctor, conocería muy bien a Evita. Habría conversado con ella en las mil oportunidades que brinda la vida social. Su amistad o camaradería de colegas con algunos de sus médicos le habría proporcionado numerosos datos acerca de su salud y de sus enfermedades. Usted, doctor, sabría mejor que muchos otros si la señora fue operada una o más veces y el cuándo y el porqué y cómo quedó; tendría así valiosos datos aprovechables al ir pen­sando en su posible operación postmortem...

Vayamos por partes: siempre he sido poco cortesano. Aunque los altos puestos desempeñados por mí -tanto en la Universidad como fuera de ella- debieron situarme de un modo natural junto a las más elevadas autoridades y proporcionarme inevitables ocasiones de trato social y político -lo que no deja de ser ventajoso-, la verdad es que no quise o no supe aprovecharme de ello. Desde junio de 1925 en que, contratado por la Universidad Nacional de Córdoba, llegué a la Argentina, conocí a casi todos los Presidentes de la República, a muchos de sus ministros, gobernadores, rectores de Universidad, intendentes, mili­tares, profesores y hombres eminentes de diversas tenden­cias políticas y de las más dispares profesiones. Sé, de segu­ro, que en tales ambientes se me respetaba y estimaba; pero no intenté intimar con nadie y sólo en muy contados casos ese conocimiento culminó en un trato cordial sostenido o en amistades entrañables de las que me siento orgulloso.

Lo mismo ocurrió al instalarse el régimen peronista. Algunos de sus personajes habían sido -como médicos- alumnos míos en la Facultad de Medicina de Córdoba; ellos mismos me lo recordaron en afectuosos encuentros casua­les; otras veces, yo mismo me enteraba de las benévolas opiniones expresadas por ellos sobre mi influencia en el ambiente universitario cordobés. Desde 1943, entre los mi­nistros de los Gobiernos nacionales que se iban sucediendo, tuve siempre algunos antiguos y estimados conocidos a quienes nunca importuné. Aun sin frecuentar tertulias ni más reuniones ni copetines que los inevitables, atando cabos de diversas madejas y leyendo entre líneas, ya a mediados del año antes mencionado pude darme cuenta de que el hombre del movimiento aparentemente militar del 4 de junio de 1943, aparentemente presidido por los generales Rawson, Ramírez, Farrell, etc., era el entonces coronel Perón. Este era, creo yo, el único que en el bolsillo inte­rior de su guerrera llevaba ese día su plan, y con él fue, si­lenciosamente, a instalarse en un modesto despachito del Ministerio de Trabajo y Previsión. Tuvo allí como princi­pal colaborador a José Figuerola, español, competentísimo en estadística y legislación social, hombre de gran cultura e inteligencia y muy buen amigo nuestro; mas tampoco aproveché la posibilidad de nexo ni aun después de haber previsto su futura importancia.

Acompañando a nuestro agregado militar, coronel Fer­nández Martos, viajé una vez a La Plata para asistir en su Universidad a la conferencia que sobre Defensa Nacional dio el coronel Perón. Cerca de media hora estuvimos el militar español y yo conversando con el futuro Presidente de la República, que todavía no tenía corte. De pie en me­dio del Rectorado, éramos muy contadas las personas que esa tarde le acompañábamos; hablamos de todo como entre iguales. Cuando se decidieron a empezar, el coronel Perón llamó a un joven teniente, cuyo nombre casualmente no he olvidado, y le ordenó que nos llevara a ocupar un puesto preferente en el salón de actos. Ya no se separó de nos­otros el simpático oficial -luego general- hasta que, finalizada la clase, nos dejó nuevamente junto al conferenciante. Con ese acto quedaba inaugurado el curso de Defensa Na­cional, que nuestro agregado militar siguió atentamente. Ese fue mi primero y, como se ve, bien inocente contacto con el coronel Perón. A pesar de sus cordiales ofrecimien­tos y de mi amistad con don José Figuerola no volví a verlo en meses o años.

Escalonadamente fueron sucediéndose los acontecimien­tos que culminaron en el 17 de octubre de 1945, fecha que yo olvidaré difícilmente, pues al otro día -primer «San Perón» de la Historia- nacía mi última hija, María Cristina. No es cosa mía el análisis ni el recuerdo, ni me­nos el enjuiciar aquellos ni ningunos otros sucesos políti­cos argentinos. No los presencié con los ojos cerrados, sino muy abiertos; pero el comentarlos sería ajeno al asunto central que historiamos. No faltará quien piense lo con­trario: que sí tendría que ver; que de allí viene todo; que sin tales sucesos no hubiera nacido Eva Perón a la política, ni se hubiera elevado a la categoría de caudillo, ni desper­tado la admiración, la devoción y el verdadero fanatismo con que las masas populares consagraron como apostólica su figura. Parece ser que en esos días se virilizó su femí:nea fragilidad y fueron echados los cimientos del pedestal de amor de sus fieles; de aquellos miles y miles que desde entonces la rodearon y aclamaron en vida y querrían seguir acompañándola con su fervor, sus oraciones, sus lágrimas y sus lamentos más allá de la muerte; y también los cimien­tos del implacable odio de sus contrarios. Sin esos sucesos que habían de llevar a Eva Perón a la Historia, yo no hu­biera tenido motivo --años después- para intervenir como técnico; pero el que las cosas fueran así no me obliga a tomar partido ni a ocuparme en inquirir o discutir las razo­nes o sinrazones del movimiento de masas presidido por el coronel Perón y por su esposa, mientras no me dé por lanzarme con la audacia del inconsciente a invadir el campo de la historiografía política. Ojos tengo en los hombros -repito-- que me guardan de extremados cargamentos, aunque no siempre.

Esa misma prescindencia me impidió conocer a fondo, personalmente, el carácter y otras condiciones de la señora de Perón. Todos los que por aquellos tiempos constituíamos la Embajada de España, le fuimos presentados una tar­de por el embajador Conde de Buines durante una cordial recepción ofrecida en su sede. Con quien ya era la esposa del Presidente cruzamos cuatro palabras amables y proto­colarias; y no hubo más, por mi parte, para el resto de su vida. Cierto que, por razones de mi cargo, asistí muchas veces a diversos actos culturales en los que la señora se encontraba; mas en esas o parecidas ocasiones nunca pasé del obligado saludo o de presenciar silenciosamente el es­pectáculo de su elegante y graciosa silueta.

Cuando falleció el eminente compositor español Ma­nuel de Falla, el embajador me ordenó ir a Córdoba y ac­tuar en su nombre, ofreciendo a la hermana del llorado maestro el incondicional apoyo del Gobierno español. Por otra parte, lo habían alarmado con la confidencia de que los republicanos y emigrados españoles, y sobre todo sus simpatizantes argentinos, trataban de explotar para sus maniobras políticas el triste acontecimiento que a todos nos afectaba tan profundamente. Aun sin manifestar tal estado de ánimo ni hacerse eco de los más o menos funda­dos temores, nuestro embajador creyó oportuno el comu­nicar la triste nueva al matrimonio presidencial y a los mi­nistros y altos funcionarios argentinos que en ese día nos acompañaban a comer a bordo de un barco español. Comen­tando la irreparable pérdida, exclamó Eva Perón: «El vie­jito Falla era un genio; hay que hacer en su honor todo lo que se pueda. » De acuerdo con sus expresiones, ambos cón­yuges dispusieron allí mismo que don José Figuerola redac­tara inmediatamente un telegrama, dirigido al gobernador de Córdoba, en el que se le rogaba colaborar con el repre­sentante del embajador, rendir al cadáver del maestro Falla los máximos honores y no permitir que los enemigos del régimen vigente en España utilizaran el luctuoso suceso para perturbar. Tampoco en esa oportunidad tuve que cru­zar palabra alguna con la esposa del Presidente; el men­saje lo redactó aparte nuestro amigo Figuerola, quien, de inmediato, hízolo transmitir al mandatario cordobés. Ape­nas terminado el almuerzo salí por carretera para Córdoba y todo resultó como debía. Unos días después las autorida­des civiles, militares y eclesiásticas y el pueblo entero de la docta capital formaron en honor del gran maestro de la moderna música española, cuyos gloriosos restos transpor­tábamos el embajador de España, todos nosotros y algunos republicanos y emigrados políticos españoles, sin que el menor incidente pudiera restar solemnidad a la unánime expresión de devoción y pena.

Pasaron los días y los años. Seguimos Eva Perón en su prominente lugar y yo en el mio modestísimo y alejado. Su salud comenzó a dar que hablar. Yo era, efectivamente, conocido o amigo de algunos de sus médicos, más ni directa ni indirectamente tuve el honor de tratar con ellos, ni con la señora ni con su esposo, de enfermedades ni de cosa alguna. Sin embargo, en relación con el delicado estado en que, según rumores, se hallaba, no quiero olvidar un episo­dio del que casualmente fui atento testigo. Durante varias horas, casi una tarde entera, sin haberlo premeditado ni sospechado siquiera, tocóme permanecer muy cerca de Evita.

Acompañando a don Alberto Martín Artajo, entonces ministro de Asuntos Exteriores de nuestro Gobierno, casi todos los componentes de la Embajada estuvimos en la Casa Rosada invitados a presenciar la famosa concentración popular del 17 de octubre. Con el matrimonio presidencial, junto a todos los ministros del Gobierno argentino, nume­rosos diplomáticos, dirigentes sindicales, altos funciona­rios militares y civiles, nos hallábamos en el gran despacho de la Presidencia. Por entre todos nosotros circulaba ágil­mente Eva Perón repartiendo sonrisas y tacitas de café y entonando alegremente estribillos y tonadas. Sorpresiva­mente, cuatro o seis hombres jóvenes se plantaron ante la mesa sobre la que Perón y algunos de sus principales huéspedes apoyaban sus tazas, sacaron de sus bolsillos sen­das hojas de papel, que desplegaron ante la expectante curiosidad general, y con relativa unanimidad pusiéronse a cantar el «¡Perón, Perón!, etc.» que, por lo visto, era nuevo y aún no se lo habían aprendido. Creí sorprender un relámpago de impaciencia en el rostro del Presidente ante el improvisado concierto, mas pronto estalló la ovación, iniciada por el entusiasta aplauso de Evita. Consumado el proemio musical, exclamó la sefiora: -¡Ahora, al balcón; nos espera este pueblo maravilloso-. ­Apenas había pronunciado Evita esas palabras cuando se formó una verdadera avalancha humana que, a través de salas y pasillos, nos empujó a todos, hombres y muje­res, hacia el gran balcón central de la Casa Rosada. Casi sin darme cuenta estaba ya en él, contra su antepecho, frente a la inmensa multitud que, desbordando la plaza de Mayo e invadiendo las amplias vías adyacentes, parecía apretujada hasta donde alcanzaba la vista. A mi izquierda quedaban el general Sosa Molina, otros militares y diversas personas; detrás de mí, la esposa del embajador en Wash­ington, su hijo y muchos más; pero al girar hacia la de­recha me vi junto a la propia Eva, que, con su esposo, saludaba a la entusiasta muchedumbre. Inmediatamente comprendí que yo estaba fuera de lugar; pero también pensé que el marcharme o el apartarme podría ser mal inter­pretado. Invité al general y ministro de mi izquierda a ocu­par mi puesto, mas él, sonriente y amablemente, me obligó a permanecer cerca de la primera dama de la República Argentina.

De inmediato comenzó a desarrollarse el programa de actos previstos: Himno Nacional; imposición de numero­sas condecoraciones peronistas a obreros, empleados, guar­dias, bomberos y ancianos que, emocionadísimos, las reci­bían besando las manos del Presidente y de su esposa entre ensordecedoras ovaciones de los cientos de miles de seres humanos presentes; discursos de los dirigentes gremiales, etcétera; todo ello fue rápidamente sucediéndose para dar lugar al anunciado discurso de la propia Eva. Ese era el momento que, impaciente, esperaba yo como aficionado a la Medicina.

-Ahora -me dije- se va a poner a prueba la resisten­cia fisiológica de esta señora. Si -como afirman- sufre de una profunda anemia, la disnea del esfuerzo no ha de per­mitirle largos y continuos períodos oratorios. Se verá obli­gada a descansar entre párrafos. Aprovechará para repo­nerse las largas ovaciones con que constantemente han de interrumpirla. Tal vez no se le note el cansancio; pero yo estoy aquí para ver su disnea y hasta para ver su pulso sal­tando bajo la fina piel de su delgado cuello...

En esto radicaba mi expectación. Eso fue lo que me hacía permanecer pendiente del ir y venir de su pecho, del ritmo de su respiración, más que de los esperados concep­tos políticos a torrentes derramados. Mi privilegiada situa­ción fue el mejor aliado del imparcial y curioso observador que era en aquellos momentos. Ni una palabra, ni un gesto, ni un movimiento, ni el más leve aleteo de su nariz podía pasarme inadvertido. Estaba mi atención tan por completo concentrada en la vibrante oradora, que nada podía inter­ponerse entre mi mente y su figura. Como si no existieran los generales, ministros, dirigentes obreros y demas próce­res peronistas o invitados que en el balcón nos rodeaban; como si la inmensa y clamorosa masa humana que a nues­tros pies se extendía hubiérase transformado por arte de magia en el más silente de los desiertos. Apenas si pudo distraerme la recia figura del general Perón que, erguido a mi derecha, absorto en sus pensamientos mientras su mu­jer se prodigaba ante el micrófono, sacaba de vez en cuan­do -como furtivamente- del bolsillo izquierdo de su pan­talón un muy plegado manuscrito de grandes y claras letras, con algunos rojos subrayados; lo desplegaba suavemente sin pasarlo del nivel de su muslo y, bajando la mirada más que la cabeza, echábale un -al parecer- indiferente vis­tazo para -con el mismo tranquilo cuidado- volver a plegarlo por sus propios dobleces, a enclaustrarlo en el mis­mo bolsillo, a consultarlo de nuevo a los pocos minutos y así reiteradamente durante casi todo el tiempo en que su esposa fue lanzando al estremecido éter, una tras otra, fieras andanadas subversivas destinadas a horadar los pe­ñascos auditivos de sus fieles descamisados y de sus impla­cables enemigos.

ULTIMO 17 DE OCTUBRE DE EVA PERON

Cuando la señora terminó, yo no hubiera podido re­petir, ni extractar, ni comentar el contenido de su dis­curso. No estaba yo en la letra, sino en la música; no en la idea, sino en el ritmo. Como experta actriz que había sido en su primera juventud, la señora de Perón leía tan perfec­tamente y con tal soltura ante el micrófono, matizando frases y clamores con tan adecuados tonos, que quien no la viera leer podía imaginársela improvisando su proclama con inusitada y natural elocuencia de popular tribuno. Pero yo estaba allí. Yo la había visto avanzar tranquila y son­riente; mantenía en su izquierda el libreto, mientras su diestra se alzaba y agitaba pidiendo a la multitud el silen­cio que al fin logró. «¡Qué pueblo éste!», suspiró por lo bajo antes de empezar; e inmediatamente, con su clara y potente voz y enérgicos acentos, soltó su primer párrafo que los cientos de miles rubricaron larga y ruidosamente. Miré a Eva; no solamente no daba muestras de fatiga, sino que con voces y ademanes rogaba que no la interrumpie­sen, que la dejaran continuar. Y así los párrafos iban suce­diéndose cada vez más rotundos y violentos, cada vez más clamorosamente respaldados. Siempre igual, la señora se­guía respirando normalmente, sin disnea ni la menor señal de fatiga, mandando callar a la gente durante las intermi­nables ovaciones que a cada período acompañaban. Al ter­minar, aún naturalmente agitada como cualquier fuerte varón lo hubiera estado, Eva Perón se conservaba aparen­temente fresca y lozana. Ni la mano al pecho, ni la boca forzando el respiro, ni el desorbitado de ojos del anhelante, ni la danza vascular en su cuello..., nada de lo que es pro­pio de anémicos en trance de superarse pudo observar el más próximo espectador del drama. Tras largos minutos de corresponder, brazos en alto, al interminable vítor de la gente, levemente arrebolada, pero firme y segura, con un ágil saltito sobre los cables dejó al general Perón el área de los micrófonos y a mí la perplejidad de la que nunca logré salir. ¿Qué clase de enferma era ésa? A poste­riori, no podemos ya dudar de que su anemia fue un hecho cierto. ¿Cómo la señora se sobrepuso a ella? ¿De dónde sacó tan frágil mujer fuerzas y aliento para su estentórea proclama lanzada a todo vapor en rapidísima sucesión de palabras y conceptos? Ahora conozco el final, pero enton­ces no era aún previsible. Se me habrá, pues, de disculpar si al ver a la señora salir tan airosa de la prueba pude sos­pechar que lo de su anemia fuera una equivocación o una farsa política para mantener impresionados a sus fieles. Como ignoro si había entonces alguna droga capaz de sostener impasible a un anémico durante treinta minutos de vertiginosa oratoria, debo considerar lo que vi como un caso de inexplicable resistencia biológica y anímica; de colo­sal victoria de la voluntad sobre la débil naturaleza cor­pórea.

Que me disculpe también el general Perón si no atendí debidamente su dura catilinaria. Debatíase mi cerebro en un mar de confusiones. No acababa de salir de mi asom­bro ante la performance de la distinguida presunta dolien­te. Refugiada un poco a la sombra, detrás de su esposo y rodeada por los más encumbrados de sus colaboradores, seguía como ellos el clamar y reclamar del Presidente y con ellos intercambiaba algún breve, discreto, cuchicheo. De vez en cuando dirigíale yo una furtiva mirada inquisi­tiva, que siempre la encontró sonriendo con los labios en­treabiertos, luciendo, como de costumbre, su blanca fila de dientes -gesto obligado por el fuerte prognatismo ma­xilar superior que la caracterizaba-, mas en ningún mo­mento pude sorprender en ella síntoma alguno de que nece­sitara reponerse.

No recuerdo cuándo ni cómo salimos de tan pródiga conmemoración peronista, cuyos demás episodios -muy in­teresantes, desde luego, para los políticos- no tienen nada que hacer en este relato.

Mientras duró la eufórica visita de nuestro ministro de Asuntos Exteriores a la capital porteña, varias fueron para mí las oportunidades casuales de estar más o menos cerca del matrimonio gobernante; pero nunca volví a tener tan larga ocasión de. observar y meditar ante el presunto grave caso clínico que la señora representaba.

Pasaron los meses y los años. Las cosas cambiaron para todos. A la euforia antes mencionada sucediéronse otros sentimientos de menos placentera expresión. Hice yo algu­nos viajes a diversos países de Europa y siempre, al regre­sar, encontraba más y mayores brechas en las relaciones oficiales. De modo que si mi conocimiento y trato con los presidentes habían sido antes tan superficiales, puédese imaginar a qué grado de protocolaria simplicidad llegarían luego, hasta que la muerte de Evita me puso de pronto, quieras o no, en los départamentos privados de la residen­cia presidencial.

De lo recordado en estas páginas ¿puede deducirse, en rigor de verdad, que yo traté socialmente en vida a Eva Perón?

Creo que no.



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