El 17 de octubre de 1945 y Eva Duarte (III)


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María Eva Duarte de Perón / Evita. Argentina 1919-1952

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El 17 de Octubre contado por Perón

Podemos leer ahora los acontecimientos de octubre de 1945 relacionados con el Peronismo, contados por el propio Juan Domingo Perón, tal como lo explica en su libro autobiográfico "Yo, Juan Domingo Perón" y seguiremos, poco a poco, ofreciendo más versiones del mismo acontecimiento, como una manera de poder llegar a una síntesis aproximada de la realidad.

En el mencionado libro escrito por Torcuato Luca de Tena, Luis Calvo y Esteban Peicovich en base a 70 cintas que dejó grabadas Perón, explican que "En octubre de 1945, el coronel Perón dimitió de todos sus cargos en el gobierno Farrell" y los autores se preguntan si "¿F´e por táctica política, por desacuerdo con las directrices del gobierno, por ser invitado a que dimitiera o tal vez por todas estas cosas juntas?. No está clara la explicación que da Perón al menos a la luz de los acontecimientos que se precipitarían con rapidez impensada, ya que de todos estos ingredientes -táctica política, desacuerdo con sus compañeros de gabinete y los de estos- hay indicios en su relato".

Perón dimite de sus tres cargos (Secretario del ministerio de Trabajo y Previsión, ministro de la Guerra y Vicepresidente) el 9 de octubre de 1945, un día después de haber cumplido 50 años.

He aquí, pues, las palabras directas de Perón, sacadas de sus grabaciones:

Cuando se producen movimientos políticos como el nuestro -añade Perón-, lo que ocurre- y no sólo en Argentina, sino en cualquier parte del mundo- es que hay gentes interesadas en mover la opinión en contra del que sobresale. En mi propio gabinete ni habían seguido con atención mi labor ni tenían un sentido social suficiente para apreciar el fenómeno de lo que ocurría. Yo había sobresalido dentro del gobierno a consecuencia del viraje social que había dado la Revolución de 1943. Ello me atrajo indudablemente el apoyo de las masas, pero también la oposición de muchos de los que formaban parte del gobierno militar que no compartían mis ideas ni las entendían. Al fallar el apoyo militar decidí retirarme. Yo sabía que el pueblo, las masas populares estaban conmigo y era ese apoyo el que me interesaba más que mis cargos en el gabinete.

Mi renuncia estuvo precedida de algunos incidentes que tuve con los oficiales y jefes de Campo de Mayo. "Si ustedes me han elegido ministro de la guerra y me han impuesto como ministro, es para hacer ustedes lo que yo quiera, no para hacer yo lo que quieran ustedes".

Harto de todo, fui a hablar con el general Farrell. Le dije que no quería andar en luchas inútiles y mezquindades. Yo trabajaba para ser útil y, si no podía serlo, me retiraba y no más.

Rudi Freude, un buen amigo mío alemán, al tener conocimiento de que deseaba alejarme de Buenos Aires para tener un poco de tranquilidad, me dijo: "Bueno, coronel, si usted se va a ausentar, le ofrezco mi casa de veraneo "Ostende", ubicada en una de las islas del tigre, donde encontrará una tranquilidad absoluta. La casita está provista con todo lo necesario, incluso alimentos. Váyanse ustedes ahí y nadie sabrá dónde se encuentran".

Acepté. Preparé mis maletas y Evita las suyas y nos fuimos a esta pequeña isla del delta, de la que tomamos posesión. En toda la isla no había más que una casa cuidada por un alemán que hablaba bastante mal el castellano. Se llamaba Otto y, como decía contínuamente "jawohl" (que en alemán quiere decir "sí"), nosotros le llamábamos Otto Jawohl. Allí estuvimos tres días dedicados exclusivamente a nosotros. Los únicos tres días de verdadera vida en común, magníficos tres días de una verdadera luna de miel anticipada.

Nadie, salvo Rudi Freude, sabía que estábamos allí, ni siquiera el Gobierno. Días más tarde, tuve conocimiento de que apenas se dio por radio la noticia de que yo había renunciado, Buenos Aires fue presa de una gran agitación popular: los gremios se agitaron, mis partidarios se indignaron, se proclamó una huelga general revolucionaria y todo el trabajo se paralizó. Entonces el Gobierno pensó que era yo quien promovía todas esas cosas. Esto no era posible, p pues yo no tenía desde aquella soledad contacto con nadie. Al cabo de cuatro días me localizaron y me enviaron al jefe de Policía, coronel Mittelbach, con orden de detenerme. este, al comprender que yo no era responsable directo de nada de cuanto ocurría en las calles, me dijo que prefería renunciar a su cargo que detenerme. Y no lo hizo. Antes bien, regresó para hablar con el general Farrell y explicarle que yo no tenía nada que ver con toda la agitación. El presidente me envió otro funcionario, poco más tarde, para decirme por su mediación que deseaba hablarme en Buenos Aires. Fui allá, a mi casa de la calle Posadas, y esperé. Cuando vinieron a buscarme no fue para hablar con el general Farrell, sino para comunicarme de parte de éste que se había cursado contra mí orden de detención y confinamiento en la isla Martín García. De paso querían saber si yo me iba a resistir. ¿Cómo iba yo a resistir, si era eso lo que estaba esperando? "No pueden hacer una burrada más grande que ésa -le dije a mi comunicante- porque si ahora, por mi renuncia, la gente se ha levantado y ha hecho lo que hizo... ¡imagínese cuando se enteren que me han llevado preso a Martín García, la que se va a armar!". Aunque todo esto estaba previsto por nosotros, Evita lloró como hacen todas las mujeres. Yo le dije que no se metiera en nada y que se quedara tranquila.

Algunas personas se han sorprendido de que el Gobierno, al tomas estas medidas de seguridad contra mí, no hiciera otro tanto respecto a Evita. La verdad es que ella, que había trabajado hasta entonces casi anónimamente conmigo en la Secretaría de Trabajo, era prácticamente desconocida y no tenía aún el predicamento que tuvo después. Así, por parte del gobierno, Evita no fue molestada; pero sí por nuestros adversarios políticos: los procomunistas y algunos políticos que eran nuestros enemigos a muerte. Un día que Evita salió de casa, en taxi, la siguieron, la bajaron del coche y la dieron unos cuantos golpes que le lastimaron la cara. Se trataba de prosélitos comunistas. Ella llevaba en la cartera una pistola que yo le había regalado. No quiso hacer uso de la pistola por no armar un escándalo. Después de este incidente, Eva adoptó medidas de precaución.

Salí de mi casa rumbo al puerto de Buenos Aires, donde me esperaba la cañonera que había de conducirme a la isla. El centinela que estaba en la puerta de mi camarote me dijo que no me preocupara porque a bordo todos estaban de mi parte y que si alguien quisiera hacer algo contra mí lo echarían al agua. Viajé toda la noche, dormí tranquilamente y, al amanecer, llegamos a Martín García. Apenas llegar se me presentaron los empleados de Correos para comunicarme que estaban todos conmigo y que cualquier cosa que necesitara transmitir me la enviarían en el día a Buenos Aires.

Martín García es un presidio militar en el que hay también presos comunes. Alrededor del presidio hay unas cuantas casitas formadas por una sola habitación para los presos distinguidos. En una de ellas vivía yo. aparte la cama, había una mesa, una lámpara y un pequeño roperito, no más. Un marinero me traía la comida y un asistente me tendía la cama. Comencé a escribir un libro que se titularía ¿Dónde estuve? En él narré la verdad de todos los incidentes y acontecimientos que se produjeron y que habían sido deformados por mis antiguos compañeros de gabinete y por la oposición.

Las visitas de amigos, dirigentes y partidarios no me dejaron muchos tiempo para escribir. Gracias a ellos me mantuve perfectamente al tanto del curso de los acontecimientos en Buenos aires. Por otra parte, yo tenía una radio con la que escuchaba cuanto ocurría en el país. Y lo que ocurría era muy grave. La agitación popular de la capital se hacía cada vez más violenta. El Gobierno comenzó a abrigar un serio temor por su estabilidad e incluso por las vidas de cuantos lo componían. Los ministros no acertaban a tomar una disposición que satisfaciera más o menos a la opinión pública. Eran incapaces de interpretar las manifestaciones populares. Pensaban que esas pobres gentes (que nunca habían tenido un solo derecho , ni jamás se les había permitido participar en la vida del país) estaban protagonizando un episodio más de los que, como tantas veces, sería reprimido por la policía sin que pasara nada.

Entretanto, Evita desarrollaba en Buenos Aires una actividad intensísima. como mi casa de la calle Posadas quedaba sola, se fue ella a vivir allí. Durante los ocho días que yo estuve en Martín García, ella organizó con los gremios la intervención de la masa obrera. Nadie vigiló la actividad subversiva de Evita. No era lo suficientemente conocida entonces como para eso. De otro lado, los del gobierno eran simplemente unos despreocupados que no podían imaginarse que en la República Argentina pudiera producirse una revolución de ese carácter. La actividad de Evita fue ardua. Evita se veía con la gente a veces en un pequeño bar, a veces en la casa de los jefes gremiales o en el hogar de los obreros simpatizantes con nuestro movimiento.

Cuando la intensidad de los clamores en favor mío y la unanimidad de la vox populi les persuadió, y comprendieron que no se trataba de un fenómeno corriente sino de algo mucho más profundo de lo que imaginaron, ya era demasiado tarde. Sólo cuando tuvieron esa evidencia decidieron llamarme a mí.

Me enviaron un primer emisario para que tanteara mi criterio. "Si ustedes son nos bárbaros, como lo demuestran los disparates y desatinos que están haciendo -le dije-, ¿cómo pretenden que lo arregle yo? ¡Arréglenlo ustedes!"

En vista de esta posición cerrada, el general Farrell, cuya posición era más difícil, a medida que avanzaban las horas, me envió, como emisario, a un amigo común a quien yo apreciaba mucho: el doctor Mazza. A este médico, que era un excelente profesional, le llamábamos "el Vampiro". Yo le había designado para que ejerciera su cargo en el Instituto de Alta Montaña que yo había fundado en los Andes recién regresado de Europa donde me documenté, especialmente en Italia, de los que allí funcionaban. el caso es que los reclutas que habían de ir a las grandes alturas de la cordillera sufrían un crecimiento de glóbulos que debía ser revisado para estudiar el proceso de adaptación de los hombres al cambio de medio. Y el doctor Mazza, que es a quien correspondía esta labor, tenía que extraer contínuamente sangre de los soldados para analizarla. De aquí el apodo, un poco cruel, que le pusimos. Sea lo que fuere, era un hombre joven (tendría entonces unos treinta años), gran médico, buena persona y a quien yo apreciaba mucho Y fue él quien me expuso con toda crudeza la gravedad de la situación, el apuro del Gobierno y la incertidumbre de Farrell que, muy asustado, no dejaba de temer ser ahorcado al día siguiente en la plaza pública con todos sus ministros.

-Bueno, Mazza -le respondí-. Dígale a Farrell que por más que me encuentro my cómodo y muy bien aquí, no tengo inconveniente en tranquilizar al pueblo y deshacer los disparates que ustedes han hecho allá.

Aquella misma noche me trasladaron a Buenos Aires. Fue un viaje largo. La lancha era muy mala. Tardamos unas ocho horas desde Martín García hasta el puerto. Hacía mucho frío esa noche y mucha humedad. Aparte el oficial de marina a cargo de la lancha y algunos marineros, viajaron conmigo el doctor Mazza y otras personas, todas amigas.

Al llegar a Buenos Aires me trasladaron a una habitación en el quinto piso del Hospital Militar. Apenas lo supo el pueblo, varios miles de personas se situaron frente a mi improvisada residencia gritando por mi liberación. cometieron diversos actos de violencia En los automóviles ponían con tiza: "¡Viva Perón!" El primero que vino a verme fue el ministro de Obras Públicas, general Pistarini. Poco más tarde, el ministro de la Guerra, mi sucesor en este cargo, general Avalos. El primero estaba completamente de acuerdo conmigo en que era le propio Gobierno el causante de todo por las burradas y desatinos que habían cometido. El segundo estaba consternado. "¿Cómo te parece a vos que esto se pueda arreglar?"

-Les ha pasado esto porque todos ustedes son unos bárbaros. El pueblo se ha echado a la calle porque ustedes han querido voltearme. ¿Y que han conseguido con eso? ¡Sublevar el país!.

Mientras yo recibía estas visitas, nadie me comunicó si yo estaba detenido o en libertad. El susto que tenían no les permitía entrar en consideraciones formales. Por las visitas que me llegaban fui enterándome de que el pueblo airado había volcado tranvías, quemado automóviles y que la agitación crecía de hora en hora pues seguían llegando gentes de la provincia y de otras partes amenazando quemar Buenos Aires.

A media tarde, el general Farrell me mandó llamar a la residencia presidencial, donde estuve reunido con Borlengui, el coronel Domingo Mercante y algunos dirigentes gremiales. Se decidió que nos trasladáramos todos a la Casa Rosada para tratar de hablar y calmar al pueblo.

Cuando llegué a la Casa Rosada, la Plaza de Mayo estaba que ardía. Toda la insistencia del presidente, de los ministros y los jefes militares era que yo hablara a la gente. Algunos habían intentado sin éxito calmar a la multitud. El primero que habló fue el ministro de la guerra, a que insultaron y apedrearon. Después el propio Farrell, quien anunció que yo les iba a hablar. Confieso que al salir al balcón realmente me impresionó la multitud. "¿Dónde estuviste?", me preguntaban. cuando hice un gesto con las manos para pedirles silencio, se levantó un clamor en toda la plaza. Yo estaba parado frente al micrófono y no sabía qué decir, porque después del ajetreo del día no estaba preparado para concebir y menos expresar ideas congruentes acerca de acontecimientos vertiginosos que como una cinta cinematográfica venían pasando delante de mí. Entonces me acerqué al micrófono y grité: "¡Muchachos, vamos a empezar a cantar el himno nacional!" Con eso gané diez minutos más o menos para armonizar algunas ideas y preparar el discurso. En momentos así parece que ay una fuerza exterior que le inspira a uno y, posiblemente, fue el mejor discurso que he pronunciado en toda mi carrera política.

Nunca olvidaré aquel 17 de octubre. Tras la ovación que siguió a mis palabras, las gentes repetían con insistencia: "¿Dónde estuvo, dónde estuvo?"

Acostumbrado a dialogar con el pueblo en mis discursos, respondí:

-Estuve en un lugar a donde volvería muchas veces con tal de ayudarles a ustedes.

A continuación les dije que el gobierno había prometido convocar elecciones; que se entregaría el poder a quien las ganara; que no habría fraude en las mismas y que yo presentaría mi candidatura.

Aquel día puede decirse que fue el más grande de cuantos hasta entonces había vivido el general Perón. Evitó una catástrofe popular; salvó a sus antiguos compañeros de gabinete del riesgo personal que les amenazaba; abrió cauces a una solución constitucional de la revolución de 1943 y sentó los pilares de su propio pedestal político.



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