EL DUELO DE ARGENTINA POR LA MUERTE DE EVITA


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María Eva Duarte de Perón / Evita. Argentina 1919-1952

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EL DUELO PROFUNDO DE UNA NACION

ENTIERRO DE EVITA

Cuando Eva Perón dejó de existir en este mundo físico el 26 de julio de 1952, a las 8 y 25 de la tarde, los sentimientos de duelo que despertó entre los que la querían, que en Argentina eran una inmensa mayoría, pues siempre en las naciones, la gente humilde es mayoría, fue enorme y uno de los lugares en los que he encontrado que está mejor descrito es en el libro "EVITA. LA BIOGRAFÍA" de John Barnes, por lo que transfiero sus párrafos brillantemente escritos.

El ataúd, con una tapa completa de cristal, fue colocado sobre un enorme catafalco en forma de herradura de color malva y cubierto de orquídeas blancas. Las flores cubrían por completo el segundo piso, donde estaba el auditorium, y se desbordaban sobre la acera. A pesar de que todo se había hecho en secreto para permitir a Perón unos momentos de oración en paz y para que pudiera asistir a una misa que oficiaría el padre Benítez por el alma de Evita, los rumores de que el cuerpo de Evita se encontraba ya en el Ministerio de Trabajo se esparcieron rápidamente por la ciudad.

Durante toda la noce, enormes multitudes habían velado en las calles, arrodillados en oración sobre el asfalto mojado por la lluvia. Las mujeres lloraban abiertamente, algunas en estados cercanos al colapso. Cuando se supo que Evita se encontraba en el Ministerio, corrieron como un enjambre y se arremolinaron en las calles adyacentes gritando: "¡Quieremos verla!" La Policía logró mantener en orden a la multitud durante algunas horas de la mañana siguiente, pero finalmente lograron abrirse paso y sólo fueron contenidos por una segunda línea de polícias de emergencia que custodiaban las puertas. Al fin se dio la orden de permitir al público la entrada al edificio.

La nación entera parecía enloquecer de dolor. Todas las banderas se encontraban a media asta y enlutadas, así como también los postes de alumbrado público y los edificios de todas las ciudades, pueblos y aldeas del país. Durante tres días consecutivos en Argentina se paralizó la actividad mercantil. Buenos Aires, una de las ciudades más grandes del mundo, cerró completamente sus puertas. Ni un solo restaurante ni una sola tienda abrieron al público. No había ni autobuses ni taxis. Los huéspedes del elegante Plaza Hotel tenían que hacerse sus propias camas, y tuvieron que contentarse con una sola comida al día. Unicamente las floristerías se mantenían abiertas, y por supuesto hicieron un excelente negocio. Las flores cubrían las aceras y las calles de los alrededrores del edificio del Ministerio de Trabajo y se apilaban contra las paredes del mismo alcanzando hasta siete metros de altura. Cuando las floristerías del país se hubieron vacíado completamente, llegaron flores por avión procedentes de Chile.

A las puertas del Ministerio, la multitud crecía y crecía. En menos de dos semanas, más de dos millones de argentinos habían desfilado ante el sarcófago de Evita, después de haber hecho colas de más de quince horas debajo de la helada lluvia que continuaba cayendo, y sólo para echar una breve mirada a aquella cara gastada y fina. Las mujeres, algunas histéricas, se echaban sobre el cristal del ataúd para poder besarla. Dieciséis personas murieron aplastadas por la muchedumbre, más de cuatro mil argentinos fueron llevados a los hospitales de la capital para ser tratados por heridas recibidas por la misma razón, y muchos otros miles recibieron tratamiento en el mismo lugar donde se encontraban esperando. Para alimentar a las colas de veinte manzanas de largo, el ejército dispuso cocinas de campaña, que proporcionaban bocadillos y café gratis.

Lejos del sarcófago, los diferentes grupos peronistas diseminados a lo largo y ancho del país intentaban superarse unos a otros en sus homenjaes y tributos a la que fuera la primera dama. La elocuencia de la oratoria puede concretarse en un senador que, en el Congreso, dijo en su discurso que Evita no sólo había logrado combinar las virtudes de Catalina la Grande de Rusia, la reina Isabel I de Inglaterra, Juana de Arco e Isabel de España, sino que además había multiplicado al infinito todas ess virtudes en sí misma.

El ministro de Salud Pública ordenó que se construyera una vela de noventa kilos de peso y de la misma altura que Evita (metro sesenta y cinco) para que se instalara en el Ministerio y se encendiera durante una hora el día 26 de cada mes (el día que Evita murió). Carrillo pensó que la vela duraría alrededor de cien años.

Correos y Telecomunicaciones de la a República Argentina ordenó una emisión de nuevos sellos de todos los valores con el retrato de Eva Perón, y además prohibió la venta de cualquier otro modelo durante un año. Los argentinos que se encontraban en cualquier lugar del mundo, incluso los atletas que participaban en los Juegos Olímpicos de Finlandia, recibieron la orden de usar bandas negras en señal de luto, y a todos los miembros del Partido Peronista se les ordenó que usaran corbatas negras para el resto de sus vidas. Incluso los niños fueron víctimas de aquel frenesí. La Rama Femenina del Movimiento Peronista pidió al gobierno que construyera un "altar Eva Perón" en todas las escuelas para que los "niños puedan saciar su sed de conocimientos sobre las obras de esta gran mujer". También se entregaron premios a las escuelas para que se distribuyeran entre los niños que escribieran los mejores poemas o los mejores ensayos enalteciendo a Evita.

Pero había algunos indicios de que el país no se encontraba unánimamente de luto. En la Universidad de La Plata, no muy lejos de Buenos Aires, los estudiantes quemaron un crespón negro que colgaba de la puerta del comedor estudiantil. Cuando el decano ordenó que como castigo todos los estudiantes que desearan utilizar los servicios del restaurante -que tenía precios muy reducidos para los alumnos de la Universidad- debían lucir corbatas negras o bandas negras alrededor del brazo, los alumnos simplemente no aparecieron por el lugar durante toda una semana: una expresión de protesta bastante leve e inofensiva. Pero algo más abiertamente antagónico que aquello ciertamente hubiera levantado la cólera de los peronistas, que hubiera caído sobre las cabzas de los estudiantes.

Tal como se presentaban las cosas, hubo numerosos ejemplos de represión contra aquellas personas que no demostraban el suficiente respeto y fervor en los actos de luto y aflicción: Carlos Aloe, el fanático gobernador de la provincia de Buenos Aires, despidió a un empleado que se negó a ponerse la corbata negra. Un joven de la ciduad de Buenos Aires fue arrestado por reirse en un tranvía. El director de unos de los más importantes hospitales también fue expulsado de su puesto porque continuó trabajando durante el período de luto riguroso. "Actitudes como éas son simplemente antisociales", dijo Aloe a modo de explicación.

Pero las frenéticas escenas que se ahbían producido en los alrededores del Ministerio de Trabajo habían atemorizado al parecer a muchos de los más devotos peronistas. Cuando el 9 de agosto el cuerpo de Eva Perón fue llevado al edificio del Congreso de la nación, una gran parte del "populacho" de la ciudad se mantuvo alejada de la procesión de casi dos kilómetros de longitud. A intervalos regulares, la radio del Estado rogaba a los oyentes que salieran a las desiertas calles para ver pasar el cortejo fúnebre. Evita, de hecho, estaba siendo honrada con todos los honores militares que se merece en Argentina un presidente que muere ejerciendo su cargo.

ENTIERRO DE EVITA

Mientras una banda militar comenzaba a tocar la "Marcha fúnebre" de Copin, tropas de a dos en fondo presentaron armas a lo largo de las catorce manzanas que separan el Ministerio de Trabajo del edificio del Congreso. Detrás de una escuadra de granaderos montados, tres filas de hombres y mujeres trabajadores vestidos con camisas blancas y pantalones negros arrastraban una antigua cureña donde se había depositado el diminuto ataúd de caoba blanca con incrustraciones de plata. Inmediatamente después, el presidente Perón dirigía el cortejo fúnebre: ministros del gabinete, miembros del Congreso, líderes sindicales y oficiales superiores de las fuerzas armadas. A ambos lados del cortejo marchaban también filas de enfermeras cadetes del cuerpo creado por la Fundación Evita, estudiantes, trabajadores y líderes de la Rama Femenina del Movimiento Peronista.

Evita sólo permaneció un día en el edificio del Congreso de la nación. Era una figura blanca como la nieve, vestida con un túnica también blanca, con su rubio cabello descansando ordenadamente sobre su pequeña almohada blanca: parecía que solamente necesitaba el beso de unos de sus leales descamisads para retornar a la vida. Al día siguiente los trabajadores vinieron a buscarla. Pero antes de ser retirada del Congreso, los primeros líderes políticos del país se dieron a sí mismos la oportunidad de una nueva sesión de doliente retórica.

El ministro del Interior, Angel G. Borlenghi, dexcribió a Evita como la "mártir del trabajo, santa protectora, el cielo para los humildes, el sol para los ancianos y el hada buena para los niños". Luego continuó diciendo: "... Siempre se consideró igual que los más humildes; la señora de Perón lucho para mejorar sus condiciones de vida, y no les dio caridad, sino justicia. En la orquesta del gobierno, Eva Perón fue el diapasón de la pureza justicialista: el oro puro. Fue el tono exacto con el que se afinaba cualquier medida de gobierno. Si ella se sentía feliz, entonces la gente también lo sería. Si ella se sentía satisfecha, quería decir que el pueblo también se sentiría así. Si Evita rechazaba algo, la gente también lo rechazaría. Ella era la quintaesencia de los sentimientos del pueblo".

Para finalizar, el señor Borlinghi declaró que, con su paso a la eternidad, la tarea del pueblo era servir incondicionalmente al general Perón. Luego, poniendo una mano sobre el ataúd y mirando hacia la quieta figura, concluyó: "Eva Perón, juramos por la patria y por usted continuar luchando para ser leales a Perón y para dar nuestras vidas por Perón".

Otros oradores fueron igualmente floridos. El doctor Rodolfo Valenzuela, quien habló en nombre de la Suprema Corte de Justicia Argentina, describió a Evita como alguien que había poseído la "inquebrantable fe de un misionero, el indoblegable coraje de un soldado fanático, la pasión arrolladora de un político y la suave ternura de una mujer enamorada". Prometió luego que la justicia argentina sería siempre guiada por principios que sostenía y demostraba.

Luego habló Juana Larrauri, la mano derecha de Evita en la Rama Femenina del Movimiento. Sollozando dijo: "Para nosotros no has muerto, eres la eterna antocha ardiente que guía nuestro camino".

Finalmente, el pequeño ataúd fue sacado de nuevo a la calle, montado sobre la cureña y arrastrado por cincuenta trabajadores a lo largo de tres kilómetros de las calles más céntricas de la ciudad de Buenos Aires, hasta llegar al edificio de la Confederación General del Trabajo, cerca de la orilla del Río de la Plata. A diferencia de lo ocurrido el día anterior, esta vez la ruta estaba flanqueada por cientos de miles de argentinos apesadumbrados y llorosos.

Dos carros alegóricos, que llevaban antorchas encendidas y el lema "La llama de tu memoria vivirá para siempre en nuestra vidas", precedían el ataúd. En ellos había también trabajadores que a lo largo de todo el camino iban esparciendo flores y pétalos frente a las ruedas de la cureña. Sin embargo, más y más flores caían como una lluvia desde las atestadas ventanas de los edificios que bordeaban el camino por donde desfilaba el cortejo. Cuando se acercaba a la entrada cubierta de coronas de la central de la C.G.T., una salva de veintiún cañonazos la saludó atronadoramente, y bombarderos "Lincoln" y reactores "Meteor" se lanzaban como rayos, volando por encima de las cabezas de los que acompañaban el cortejo.

Mientras, Juan Domingo Perón, con su cara surcada de arrugas que demostraban todo su dolor, entregaba el cuerpo de su esposa al secretario general de la C.G.T. José Espejo debió comprender al mirarla que él se despedía también allí de la fracción de su poder que Evita manejaba. Si no lo sabía, José Espejo lo dejó claramente estipulado en aquel mismo momento. Sobre los escalones de aquel magnífico edificio de la central de los trabajadores que Evita había construído, Espejo prometió: "Recibiendo los restos mortales de Eva Perón, juro ser su custodia hoy, mañana y para siempre".

Cualquier persona que conociera lo suficientemente bien a Espejo podía adivinar que aquello era más un desafío que un discurso plagado de retórica. Sus palabras dejaban traducir la clara implicación de que a partir de ese momento, cualquier ciudadano, incluyendo al propio presidente Perón, que anhelara el liderazgo de la C.G.T. y los despojos de la Fundación Eva Perón, debía vérselas ante todo con los guardianes de Evita. Sabía muy bien que, en un momento de crisis, su cadáver podía generar más magia política en el pueblo argentino que lo que un Juan Perón vivo lograría. Perón había heredado un mito con el que le sería muy difícil convivir en los años venideros.



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