Spruille Braden (la ingerencia de USA) según Perón


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María Eva Duarte de Perón / Evita. Argentina 1919-1952

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Spruille Braden (la ingerencia de USA) según Perón

Presentamos aquí la explicación que da Juan Domingo Perón sobre la ingerencia de los Estados Unidos de América en la política argentina del momento, a través de su embajador, el Sr. Spruille Braden. Leeremos también sobre la preparación de su primera elección y su doble boda civil y por la Iglesia con Eva Duarte.

En la mañana del 18 de octubre de 1945, un hombretón rubio se movió incómodo en su asiento, masculló con asombro unas palabras desaprobatorias, releyó uno a uno los titulares de la prensa y desparramó los periódicos de un manotazo. Este hombre, Spruille Braden, embajador de Estados Unidos en Buenos Aires, no estaba dispuesto a tolerar que, muerto Hitler en Europa, un nuevo Hitler surgiera en el cono sur del continente americano.

La noche anterior, tras pronunciar ese discurso que él consideró siempre el más formidable de su carrera política, Perón se había escabullido por una puerta trasera de la Casa de Gobierno, para no llamar la atención y poderse ir rápidamente a la casa de la calle Posadas, donde Eva le estaba aguardando.

Cuando ese 17 de octubre volví a mi casa -recordará Perón-, Eva me recibió temblando y lloró un largo rato. Pero cinco minutos después del llanto nos pusimos a trabajar en el plan político. Nosotros no teníamos partido y ninguno creía que yo pudiera ser presidente.

Aquella mañana del 18 de octubre de 1945, Spruille Braden no era el único habitante del país que, alarmado y sorprendido, sufría los mismos temores que el señor embajador. El coronel había perdido sus tres puestos en el Gobierno; se consiguió encarcelarlo... y de pronto un insólito golpe de timón del azar lo devolvía con mayor pujanza que antes al escenario político. Y allí estaba ahora, con su bien estudiada sonrisa, junto a la base misma del trampolín del poder. Si nadie lo impedía, bastaba un pequeño salto y el nazismo -al decir del embajador Braden- se adueñaría de la Argentina. Braden y Perón se conocían de sobra y tenían su particular opi­nión el uno respecto al otro. Perón dirá la suya:

“Yo le conocí mucho porque el general Farrell me había encomendado el trato con los trabajadores. Y como éste, más que un hombre, era un búfalo, había que hacerlo enojar. Bajaba la cabeza, se apoyaba en la pared, y allí terminaba el hombre. Yo tenía la habilidad de hacerlo enojar y en cuanto se enojaba, por impulsivo, perdía toda idea de reflexión.” (Ver Nota 1 abajo)

El embajador, por su parte, cuenta quee siendo Perón vicepresidente bajo el mandato de Farrell, le envió un recado por un emisa­rio para que se presentara en la Casa Rosada, donde aquél tenía su despacho. «Me recibió friamente -escribe Spruille Braden-; ni una sonrisa, ni un abrazo, ni siquiera un apretón de manos, únicamente esta palabra ruda: “Siéntese.” »

El que había de ser meses más tarde presidente de la República Argentina, empezó la conversación, según el testimonio del citado embajador, con estas palabras:

-Hay un Movimiento y varios movimientos.
-¿Qué?
-Hay varios movimientos, y no los toleraré.
-Señor vicepresidente, no entiendo lo que quiere decir.
-Hay movimientos para derribarme. Y este Gobierno, como acabo de decirle, no lo tolerará.
-¿Qué tiene que ver todo esto con las relaciones argentino-estadounidenses?
-Tiene mucho que ver, porque sus periodistas forman parte de esos movimientos.
-Está usted muy equivocado, se lo puedo asegurar. No participan en semejantes movimientos.
-Sí, participan.
-No, no participan.
-Sí, participan.
-No, no participan. (Ver abajo Nota 2)
Y así continuamos como dos chiquillos que gritaran: «Tú también.»

Finalmente rompió Perón el juego, y dijo:

-Señor embajador, usted debe saber que hay millones de fanáticos que me adoran y que piensan que sus periodistas forman parte de esos movimientos y asesinarán a cualquiera de los que crean que participan en ellos.

-Un momento. Me parece que comprendo lo que está usted diciendo. Está usted amenazando con el asesinato a ciudadanos americanos y yo protesto contra eso. La obligación de su Gobierno es proteger la vida de esos ciudadanos americanos en todas las cir­cunstancias y frente a unos u otros fanáticos. Veo lo que usted quiere decir porque esas amenazas ya se han ejecutado contra algunos periodistas americanos. Uno o dos han sido gravemente golpea­dos sin que la policía los protegiese y sin que haya habido ningu­na detención.

-Quiero decir lo que he dicho -contestó Perón-. No puedo protegerlos porque, como le he dicho, son unos fanáticos los que les atacan.

-Sea como sea, la vida de los ciudadanos americanos tiene que ser protegida por su Gobierno. Usted sabe quiénes son los fanáticos y debe contenerlos.

-Le digo a usted que no puedo. Son millares.

-No me importa si son muchos o si son pocos. Insisto en que las vidas de nuestros ciudadanos deben ser protegidas. Además, usted sabe quiénes son los agresores.

-Conozco a los de Buenos Aires, pero no a los que vienen a Buenos Aires desde todos los rincones del país.

Y de nuevo la réplica y la contrarréplica de chiquillos:

-Usted debe protegerlos.
-No puedo y no lo haré.
-Tiene que hacerlo.
-No lo haré.
Una vez más fue Perón quien rompió esta discusión pueril y dijo:

-Señor embajador, usted sabe que, desde que usted llegó a Buenos Aires, se le ha visto a usted con Gainza Paz (propietario del famoso diario La Prensa), con Méndez Delfino (presidente de la Bolsa), con el obispo Andrea... (Y así fue dando una lista de viejos amigos del embajador.)

-Naturalmente, he visto a todas esas personas. Son ciudadanos notables y la mayoría de ellos apolíticos. Los he visto como amigos y continuaré viéndolos, pero no sé lo que tiene que ver todo esto con mi conversación.

-Tiene que ver, señor embajador, porque los fanáticos a que me he referido antes piensan que toda esa gente forman parte del movimiento o movimientos y asesinarán a todo aquel que se asocie con ellos.

-Señor vicepresidente: está usted añadiendo un ciudadano más a la lista de americanos que esos fanáticos quieren asesinar. Trátese de un periodista o de un embajador, yo pido que su Gobierno proteja a todos los ciudadanos de Estados Unidos contra el asesinato o las amenazas de asesinato.

-Le digo a usted que no puedo y no lo haré.
-Tiene usted que hacerlo.
(Concluye el embajador diciendo que al terminar la entrevista, y sin que nadie le acompañara, se dirigió a su coche que le esperaba. ¿ Se referiría Perón a este episodio al decir «yo tenía la virtud de hacerle enojar»?)

Esta entrevista tuvo lugar, según Spruille Braden, el 29 de junio de 1945. Es decir, cuatro meses antes de cuando, Perón se vio precisado a renunciar a todos sus cargos, y es deportado y encarcelado a la isla Martín García. ¿In­tervino el embajador de Estados Unidos en esta caída tan fulminante como luego lo sería su encumbramiento? Es difícil precisarlo. No lo es, en cambio, el disgusto del embajador ante el regreso de Juan Domingo Perón y el anuncio de que se presentarla, en elecciones libres, candidato a la presidencia de la República. Spruille Braden estaba dispuesto a dar el contragolpe. Su investidura diplomática había sido atacada por el «delirante» coronel y ningún protocolo le impediría replicar.

Durante esa misma mañana, Juan Perón y Eva Duarte se preparaban a buscar su tranquilidad en San Nicolás, al norte de la capital, donde se refugiaron en la estancia de un amigo común, el doctor Román Subiza, quien sería después ministro de Asuntos Políticos.

El propio Perón nos lo cuenta:

Salimos directamente de Buenos Aires aquella misma noche sin establecer contacto con nadie. En San Nicolás, Evita y yo elaboramos un programa político. Algunos dirigentes gremiales me vinieron a ver en días sucesivos y desde ahí planeamos la acción futura. Me interesa advertir que nosotros no teníamos un partido. Hemos sido siempre un movimiento nacional que integraba a numerosos partidos y sectores independientes, entre ellos el laborista, que reunía toda la clase obrera. Pero no constituimos un movimiento clasista sólo de obreros, como algunos han creído. En nuestro movimiento había muchos profesionales y aun de las clases altas había gentes con nosotros.

Allí, en San Nicolás, junto al coronel Domingo Mercante -futuro gobernador de la provincia de Buenos Aires-, Juan Perón y Eva Duarte dedican las horas a organizar «la batalla de febrero». Sólo quedaban cien días para institucionalizar la victoria en bruto de la noche del 17. Una tarea enorme si se piensa que el peronismo no era sino un mosaico vertebrado por el incipiente laborismo gestado por Cipriano Reyes al borde de los frigoríficos; por los radica­les renovadores que deseaban encontrar un nuevo Hipólito Irigoyen en quien creer; por restos de un socialismo que no pasaba de la tribuna fogosa; y, fundamentalmente, por esa emoción, sin nombre e ideología todavía, surgiendo a borbotones de la gente venida del campo y que por millares acababan de asentarse en la antesala misma de Buenos Aires. Con este heterodoxo conjunto debía Perón, en cerca de cien días, armar un dispositivo electoral apto para res­ponder a la Unión Democrática que se estaba gestando velozmente. Una conjunción de partidos que recorría todo el espectro. Desde los comunistas que se anotaban «para evitar un nuevo Stalingrado», hasta los conservadores que si bien no se oponían francamente, daban su consentimiento al «frente de la libertad» que algunos dirigentes intentaban formar. Detrás de todo este mar de fondo, una «eminencia gris»: el ahora malhumorado embajador norteamericano Spruille Braden, acérrimo enemigo de ese coronel con ilusiones de presidente. Un embajador que hacía tiempo había roto su silencio diplomático para lanzar dardos en cuanta comida, conferencia de prensa o acto cultural se ofreciera. Pero, ¿cómo? ¿Un embajador extranjero actuando de antagonista de un caudillo local?

El embajador Braden fue el que aunó de verdad la Unión Democrática -declara Perón-. Tenía un secretario de apellido Durán que había sido teniente coronel del ejército republicano español y trabajaba mucho con los comunistas. En aquel entonces, Estados Unidos era aliado de Rusia. En Buenos Aires, Braden unió a los comunistas, que eran nuestros mayores enemigos, con los conservadores, con los radicales, con los demócratas. Es decir, unió a los comunistas con todos los partidos políticos. El Gobierno tenía miedo a los Estados Unidos y por esa situación Spruille Braden se fue convirtiendo en el líder de la oposición. Nos echaba discursos, celebraba banquetes y allí reunía a los opositores al peronismo. Su actividad nos convenía. El asociaba a la oligarquía con los comunistas y, dado que el pueblo consideraba enemigos a los dos, Braden nos prestó un gran servicio en nuestra propaganda electoral.

El Perón que el 18 de octubre parte con Eva hacia un descanso que no sería tal, advierte en seguida que no debe perder un minuto y dedica todos sus esfuerzos a proyectar su campaña electoral, que será descrita así por él mismo:

La campaña electoral consistía en lo que es usual: hacer una gira, preparar las organizaciones que han de controlar la elección, nombrar fiscales, en fin, todo ese trabajo que es engorroso y largo. Se habilitaron locales en Buenos Aires. Yo preparaba los discursos que tenía que pronunciar, en los que trazaba nuestros objetivos y orientación, así como también la bandera que íbamos a usar para la lucha y para el gobierno de la justicia social, independencia económica y soberanía política, que eran, en realidad, los tres grandes objetivos iniciales de nuestro movimiento.

Entretanto, los integrantes de la Unión Democrática concluyen en diciembre sus preparativos y coinciden en elevar a la cabeza de la fórmula a los representantes del partido mayoritario de la coalición, esto es, el Radical. Los doctores Tamborini y Mosca se en­contraron de esta forma en la cúpula de una heterogénea pirámide en la que, desde el principio, se hizo flamear una consigna categórica: «Por la libertad contra el nazifascismo.» Cercana la Navi­dad de 1945, las principales ciudades argentinas se vieron invadidas de carteles de propaganda en los que la paloma democrática en amplio y triunfador vuelo superaba al cuervo con una svástica en su plumaje.

Conviene advertir que por aquel tiempo Juan Domingo y Eva ya habían contraído matrimonio, de modo que la gira proselitista que habría de hacer por todo el país el candidato a presidente lo fuera con su legítima mujer.

Pasadas las elecciones pensamos en resolver nuestras cuestiones personales. Hasta entonces no habíamos tenido mucho tiempo en pensar en eso. Yo avisé al jefe del Registro Civil, un escribano amigo mio, y le mandé decir: «Un día de estos te avisaremos para hacer el casamiento.» Cuando todos los papeles estuvieron en regla me presenté con dos testigos: uno fue el coronel Mercante; el otro, un amigo de Eva cuyo nom­bre no recuerdo. Cuando llegamos ya estaba el acta levantada, de manera que en diez minutos nos leyeron las fórmulas rituales, firmamos, y ¡adiós, adiós!, nos fuimos tranquilamente ya casados por lo civil. Veinte días después hicimos lo mismo en la iglesia de San Ponciano, en La Plata. Evita vestía un traje de calle; yo, de paisano. Llegamos, con nuestros dos testigos, nos aproximamos al altar, y en cinco minutos terminó el problema. Tomamos el auto y volvimos a casa. No tuvimos una reunión con los amigos ni hicimos una comida. El romance de nuestra luna de miel fue la política. Y empecé entonces a preparar mis planes de gobierno...

La casa de San Nicolás adonde regresaron tras las breves ceremonias matrimoniales «tenía -tal cual la recuerda el general desde su exilio en Madrid- un salón grande, varias habitaciones y una buena cocina». «Aunque el dueño de la estancia -comenta- puso a nuestra disposición una mucama, a veces la comida la hacía Eva y otras yo que, como cocinero, no soy malo.»

En este ambiente rural, alejado del tráfago y de las tensiones de la gran ciudad, con la compañía de Eva Duarte (su recentísima esposa), con la asistencia de los amigos políticos y partidarios de su movimiento, Juan Domingo Perón preparó con la minuciosidad de un jefe de Estado Mayor su gira electoral que realizó con ella, acompañados por el rumor no confirmado de que Eva estaba embarazada.

Se vive un verano agitado, políticamente caliente, y a dos semanas del día de la elección todas las predicciones apuntan a una paridad. Sin embargo, es en esos momentos cuando dos sucesos inclinan a los votantes dudosos hacia el coronel. Se descubre, y la prensa peronista lo da a conocer con bombos y platillos, que una entidad de patronos, ha entregado una fuerte suma a la Unión Democrática. Los trabajadores intuyen que esos dineros les habrán de ser quitados, caso de triunfar Tamborini-Mosca. Por otro lado, estalla una bomba que se convierte en boomerang: Spruille Braden, como secretario adjunto de Asuntos Latinoamericanos del Departamento de Estado, edita y hace conocer en Washington un documento al que llama «Libro Blanco», en el que acusa de nazismo al Gobierno argentino y al propio Perón. La prensa de la Unión lo hace conocer de inmediato en la seguridad de que es el factor decisivo para tumbar las esperanzas del coronel.

Ante la intervención política del extranjero Braden -recordará aquél-, arengué al pueblo así: «Dentro de poco tiempo, el pueblo deberá elegir entre Braden o Perón.» Y este slogan, «Braden o Perón», fue más elocuente, más convincente que ningún otro para convencer a los argentinos que debían votar por mí.

El 24 de febrero fue día de fiesta cívica. Después de tres meses de ruidosas manifestaciones se entró en la calma de la urna. Perón fue muy temprano a votar y tras recorrer los comicios y comprobar que el Ejército cumplía con su palabra de actuar imparcialmente, fue a su casa y le dijo a Evita: «Bueno, vámonos a San Vicente, para estar más alejados y tranquilos.» Cerca del mediodía recorrieron los 75 kilómetros que separan esa zona residencial de la capital argentina y allí esperaron, solos, la llegada de la noche. Pasada la media tarde comenzaron a acudir dirigentes y amigos para seguir la tendencia de los resultados que iría dando la radio. Perón recuerda aquellos momentos con estas frases:

Empezaron a llegar los resultados y también algunos dirigentes alarmados, porque los primeros cómputos se habían hecho en la provincia de La Rioja, donde, indudablemente, en aquel entonces, teníamos pocos votos. Hoy, en la misma provincia, tenemos el doble o el triple. Como esos primeros cómputos eran un poco desfavorables, los dirigentes estaban algo asustados, pero, cuando votaron los grandes centros urbanos, las grandes masas ciudadanas a las cuales nosotros habíamos podido llegar con nuestra acción, entonces empezaron a aumentar los votos y ganamos por gran mayoría. En esa época el escrutinio se hacía en el Congreso de Buenos Aires. Tardó varios días. Hubo momentos en que alguno perdía la esperanza, pero tanto Eva como yo les decíamos: espérense que lleguen resultados de Córdoba, que llegue Mendoza, que llegue Buenos Aires. Eva tenía esa calma porque estaba segura de sí misma.

Finalmente, las urnas dieron su fallo: Perón-Quijano, 1.500.000 votos y 302 electores; Tamborini-Mosca, 1.200.000 votos y 72 electores. Poco más de 100 días habían transcurrido desde la mañana en que el embajador Braden, desde la ventana de su despacho había decidido su estrategia para frenar el ascenso del sonriente coronel. Pero el fracaso de sus planes no le impidió asistir a las ceremonias de ascensión de Perón al mando presidencial, y ello motivó una rechifla descomunal en el pueblo. Según afirma en sus cintas magnetofónicas, el embajador acudió a su despacho de la Casa Rosada para preguntarle si juzgaba «prudente» que permaneciera en Buenos Aires: “Aléjese sin vacilar -le respondí-. En caso contrario nos obligará a embarcarlo por la fuerza." Salió volando, sin despedirse de mí y olvidando su sombrero y sus guantes. Quizá comprendió que mi consejo iba en serio y desapareció luego. Él sabía que yo era capaz de largarlo en un bote remando en el río de la Plata.» Ya en su país, el embajador Braden continuó su agria campaña de desprestigio contra Perón. Luego, cuando el embajador Miller se hizo cargo de la representación diplomática de Estados Unidos en la Argentina, Perón, al recibirlo, le dio, en una frase, la clave para no repetir los errores de su antecesor. Fue una corta frase. Le dijo así: «Siempre que hable conmigo tenga presente estas dos premisas fundamentales: que gobierno el pueblo más delicado y sensible de la tierra, y que yo soy el gobernante de ese pueblo.»

Nota 1.

Spruille Braden era en aquel entonces extraordinariamente grueso: pesaba más de 100 kilos. Era embajador de Franklin D. Roosevelt (muerto el 12 de abril de 1945) y liberal del "New Deal" rooseveltiano. Hoy, anciano y delgado, forma parte del grupo de la extrema derecha norteamericana, es miembro del consejo de directores de la John Birch Society, la organización semisecreta y neofascista de los Estados Unidos.

Nota 2.

Sí participaban algunos periodistas norteamericanos. Stanley Ross contó a los autores de este libro que él tenía relaciones y asistía a las reuniones secretas de "Patria Libre", un movimiento clandestino para derrocar al Gobierno. "Hice informes confidenciales -continúa Ross- sobre dichos planes. Esto era en 1944, poco antes de llegar Braden a Buenos Aires, y cuando Norman Armour estaba a cargo de la embajada estadounidense. Fui detenido, acusado de ser espía norteamericano, el 23 de junio de 1944. Cuando fui a entrevistar a Perón, 18 años después, en su casa de Puerta de Hierro de Madrid, le dije al entrar:
-General, usted no me recordará...
-Si, le recuerdo muy bien -me contestó Perón-. Yo le encarcelé a usted en la Argentina.



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