DOCUMENTOS SOBRE EVA DUARTE DE PERON 


Eva Ibarguren EVA IBARGUREN EVA DUARTE EVA PERON EVA PERON EVA PERON EVA PERON

María Eva Duarte de Perón / Evita. Argentina 1919-1952

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HISTORIAS, ANECDOTAS y TESTIMONIOS 

Evita en el Hogar de Tránsito Nº 2, hoy Museo Evita, Lafinur 2988, Buenos Aires

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De Alejandro Moreira, historiador, docente de la UNR ( Universidad Nacional de Rosario ), en el libro Espacio, Memoria e Identidad, con la coordinación de Clementina Battcok, Beatriz Dávilo, Marisa Germain, Claudia Gotta, Analía Manavella, María Luisa Múgica, e importante equipo de docentes investigadores, con el apoyo de la Escuela de Historia, el Instituto de Investigaciones y el Decanato de la Facultad de Humanidades y Artes, editorial UNR, Rosario, 342 páginas, año 2003:

Hablar de los desaparecidos implica adentrarse en un terreno escabroso.

A la ausencia de historia sobre lo ocurrido durante los años de la violencia política y del terror se agregan las dificultades que conlleva acertar con una definición precisa de lo que podría llamarse la " memoria colectiva " sobre ese período.

No obstante, algunas cosas parecen seguras. Primero: la imagen que supone la existencia de una sociedad que unánimemente condena los crímenes militares y lucha por la verdad de su pasado es tan atractiva como indemostrable. Segundo: Contra muchas predicciones el discurso de las organizaciones de derechos humanos ha mostrado una sorprendente capacidad para reproducirse a lo largo de los años. El fluir del tiempo y los esfuerzos de los gobiernos militares y civiles no han logrado neutralizar esas demandas que, a pesar de una infinidad de obstáculos, permanecen vigentes. Tercero: los desaparecidos vuelven. El caso argentino verifica que en ocasiones el pasado asalta el presente.

La idea que subyace a nuestro análisis es que los fenómenos evocados ( por un lado, la persistencia de lucha contra la impunidad, por otro, la presencia del desaparecido y su impacto sobre la escena actual ) no pueden explicarse exclusivamente a partir de la voluntad política de los actores comprometidos, sino también como consecuencia de las características mismas de la figura del desaparecido. Ello supone aproximarse al misterio de una entidad que se revela difícil de encuadrar en una definición única. Que, por otra parte, no admite sinónimos, lo que nos obligará a reiterar hasta la exasperación el término que lo nombra.

No es necesario homologar el discurso del gobierno militar con el de los civiles que lo sucedieron para descubrir que, bajo la disparidad de perspectivas, los argumentos que continúan esgrimiéndose sobre las secuelas de lo acaecido reconocen más de un punto en común. En principio, ellos se sostienen sobre un mismo implícito: lo ocurrido en el pasado es irreversible; de allí que los debates sobre el tema sean intrínsecamente negativos en la medida en que impiden que las " heridas cicatricen " y etcétera. Los años de la violencia política y del terror se conciben como una alteración pasajera - una desventura - en una línea de pacífica trivialidad que definiría la historia nacional. El arma con que cuenta el poder es el olvido, y esa apuesta se sostiene en la presunción de que la pura sucesión temporal posee un carácter terapéutico. En ese contexto, el obstáculo mayor que representan los desaparecidos se resuelve, explícita o implícitamente, del siguiente modo: se los traduce en muertos para inmediatamente enviarlos al pasado y enterrarlos en él.

Pero lo cierto es que, contra lo que quieren el Estado, los militares, y los partidos mayoritarios, el desaparecido no es un muerto. Si lo fuera, es decir si esos detenidos hubieran sido asesinados y tirados a la calle, como en tantos otros casos, probablemente los términos del debate actual serían otros.

He aquí la clave del problema: cualesquiera sean las razones que la promovieron, lo cierto es que la práctica sistemática de la desaparición forzada de personas ha revelado la trampa que los militares se tendieron a sí mismos, la de haber construido una entidad que, lejos de extinguirse con el paso del tiempo, se revela como el resto de la historia que no puede ser integrado.

En efecto, aunque haya razón y certeza sobre el destino de las víctimas, el desaparecido permanece, sin embargo, atado a una irreductible ambigüedad en la medida en que su estatuto no se cristaliza en el acontecimiento de su muerte. Paradójicamente fue el mismo general Jorge Rafael Videla uno de los primeros en acertar la definición: " Ni muertos, ni vivos: desaparecidos ".

La situación planteada introduce una serie de consecuencias decisivas en el campo de la lucha política. Debe recordarse, al respecto, que el discurso oficial exige como condición para avanzar que el pasado se encuentre definitivamente clausurado. Por el contrario, la indeterminación a la que hacemos referencia implica que, desde la perspectiva de un orden narrativo, la desaparición no posee un lugar preciso. En otras palabras, nos encontramos ante un discurso basado en la necesidad ( " los muertos, muertos están " ) que tropieza con un obstáculo, un vacío de sentido que impide a ese régimen realizarse.

Lo que interesa poner de relieve es que el desaparecido no puede incorporarse a un relato que necesita imperativamente de muertes, puesto que la desaparición es, por definición, un hecho inconcluso. El ministro de la Corte Suprema de Justicia, Dr. Eugenio Raúl Zaffaroni, lo ha señalado hace poco tiempo, en relación con la reciente polémica en torno a la derogación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida: la desaparición no ha dejado de ocurrir. Es difícil predecir la suerte que tal tesis tendrá en el terreno jurídico pero lo cierto es que ella toca de lleno el problema de fondo, el que se refiere a la perdurabilidad del desaparecido, a la manera como, ante nuestros ojos, el pasado se hace presente. Se trata entonces de indagar las distintas significaciones que la figura del desaparecido convoca.

En principio el detenido - desparecido remite a un secuestro cuyo desenlace permanece desconocido. No se trata de un misterio, sino de una verdad oculta, conocida por los victimarios. Un criminal que guarda su secreto, que no confiesa su delito pero no puede negar su responsabilidad: en esa situación se encuentran encerradas las Fuerzas Armadas.

En esas condiciones, los desaparecidos ingresan al debate como víctimas de un crimen que permanece impune; el desaparecido posee un rostro y la desaparición una fecha y un lugar de referencia precisos. El debate jurídico - político se ubica prioritariamente en este plano.

Ahora bien, lo que la experiencia de los últimos años muestra es que la entidad que nos ocupa ha sufrido una transformación: se ha dislocado de su tiempo y lugar de referencia iniciales. Se trata del pasaje a partir del cual una singularidad localmente determinada deviene sujeto universal. Cuando en este caso hablamos de " los desaparecidos ", no nos referimos a un conjunto que albergue la sucesión de casos individuales, sino, más precisamente, a una figura ligada a una ausencia, sin identidad particular.

Tal pasaje acarrea una serie de consecuencias decisivas en el plano de la temporalidad, en la medida en que el desaparecido se sustrae del influir del tiempo cronológico. En ese sentido, reactualiza el terror vivido pero no es un mero fragmento del pasado en la memoria social: el desaparecido habita, literalmente el presente.

Dos momentos pueden distinguirse en la constitución de esta figura. En primer lugar, puede afirmarse que aún cuando la problemática de los derechos humanos está lejos de ser una reivindicación de la mayoría de la población, los desaparecidos se han convertido en una instancia ineludible de recuerdo colectivo sobre lo sucedido en la historia reciente del país. Ese reconocimiento es compartido de manera unánime, incluso por aquéllos que explícitamente reivindican la represión. En ese sentido se constituyen en el símbolo más acabado del terror militar.

Pero hay otra faceta, no menos evidente pero más difícil de precisar, que a nuestro juicio es central para explicar la actualidad del desaparecido. En tanto paradigma de la resistencia y de la lucha contra la impunidad, revela una sorprendente capacidad para asociarse con movimientos de contestación política social de muy diversa índole. En esos casos, irrumpe en el presente articulándose en contextos alejados del que le ha dado origen, y puede incluso albergar nuevas situaciones que no están necesariamente vinculadas con el terrorismo de Estado. El ejemplo más acabado es la generalización de las marchas cíclicas como mecanismo de petición al poder, como desafío a otros tantos intentos de clausurar el pasado. Adoptado por diversos grupos y en las situaciones más disímiles, esa práctica encuentra su fuente última de inspiración en las marchas que, desde el 30 de abril de 1977, las madres de los desaparecidos llevan a cabo alrededor de la Plaza de Mayo.

Nos encontramos frente a una transferencia hacia diferentes dominios que, con frecuencia, recuerda a procesos de transformación metafórica. Un caso, como el de Osvaldo Sivak, es en ese sentido ejemplar: que un banquero, víctima de un secuestro extorsivo, pueda, por un momento, ser percibido como otro desparecido más es el resultado de un desplazamiento análogo de una catacrésis.

Tales son las notas que permiten comprender al desaparecido a la manera de un ícono. De ese modo, hechos contingentes del presente iluminan y otorgan un principio de inteligibilidad a acontecimientos ocurridos en un pasado. Y recíprocamente.

Es evidente que en tales condiciones ( es decir en tanto ícono y símbolo ), el desaparecido se adecua particularmente bien a lucha de las organizaciones de derechos humanos. Pero nos parece aventurado inferir de ello que el pasaje que acabamos de exponer, entre una y otra significación, sea el resultado de una estrategia predeterminada, que expresamente se hubiera propuesto tal fin. Más bien, se diría que obedece a un proceso de transformación autónomo, que excede la voluntad de dichas organizaciones, pero que sin dudas las favorece dotándolas de un instrumento difícil de contrarrestrar.

Esa conjunción entre discurso y figura puede ilustrar siguiendo algunos momentos claves de la política de las Madres de Plaza de Mayo. En respuesta simétrica a la impunidad y el silencio, el esfuerzo de las Madres ha consistido en someter a los militares a una condena, que si solo es moral, es de por vida. Ello podría considerarse una simple expresión de deseos sino fuera que el desaparecido, en su inmanencia, parece poner en acto tal designio. En efecto, no es aventurado afirmar que esta figura ha logrado convertir la impunidad dictada por el Estado en una suerte de destino trágico para asesinos, torturadores y desaparecedores quienes, a pesar de todos los esfuerzos, no pueden evadirse de tal condición. Lo siguen siendo, a pesar del tiempo transcurrido. Ese escenario comporta un trastrocamiento completo de los términos a partir de los cuales se creyó superar las consecuencias de la guerra sucia: los desaparecidos son como fantasmas que no sólo no pueden ser erradicados del presente, sino que, además, se proyectan hacia el futuro.

Nos reencontramos aquí con un rasgo ya mencionado, el de la perdurabilidad del desaparecido. Ello no implica considerarlo eterno, ni que su destino último pueda predecirse. Pero lo cierto es que, en las circunstancias actuales, se hace difícil imaginar de qué modo podrían erradicarse, sin más, de la escena. Ello es improbable ( incluso admitiendo la posibilidad que alguna vez el problema alcance solución mediante la verdad y la justicia, lo que, entre otras cosas, supone que los cuerpos aparezcan ) porque, como hemos intentado poner de relieve, el desaparecido no puede reducirse a una única significación. Ya no remite solo a un individuo, ahora su identidad se liga también a un género, lo que obliga a pensarlos como entes puramente imaginarios, sin tiempo.

Reitero: el desaparecido denuncia un crimen del pasado, atraviesa como un espectro el presente y se desplaza como promesa de justicia hacia el futuro. En la medida en que su significación no puede establecerse de manera taxativa, se vuelve difícil de neutralizar.

Esas dificultades se pusieron de manifiesto, por ejemplo, en el caso de los mellizos Matías y Gonzalo Reggiardo Tolosa quienes, como se recordará, manifestaron un sincero amor por sus raptores y un simétrico rechazo por su familia de origen. Con una falta de escrúpulos algunos intentaron utilizar esos testimonios para renovar las críticas contra las organizaciones de derechos humanos y para poner en evidencia la vacuidad de sus reclamos ( en este caso, la búsqueda de niños desaparecidos, hijos de desaparecidos ). Lo cierto es que la mediatización de tal suceso generó un efecto político muy distinto: que dos jóvenes renieguen de su pasado e incluso de su estatuto de víctimas no hace más que reforzar el impacto que ese drama ejerce sobre el conjunto de la población, un drama que vuelve a imponer una barrera al olvido y obliga a tomar posición frente al horror. La figura del desaparecido sale indemne de esas circunstancias y vuelve a ubicarse, además, en el centro del debate social.

Si, por otro lado, observamos los intentos que, desde ciertos discursos, se hacen por bajar esas siluetas a la tierra para convertirlas en actores políticos, héroes de una gesta a reivindicar, podemos predecir que los mismos difícilmente alcancen una incidencia efectiva, para bien o para mal, en la lucha política en cuestión. Menos todavía que ellos logren modificar el lugar que los desaparecidos ocupan en el imaginario social. No se trata de discutir la validez de tal posición sino su pertinencia; de observar, en fin, que los desaparecidos no son héroes, y es precisamente allí en donde radica su fuerza.

Pese a no haber cesado en sus intentos, ni las Fuerzas Armadas ni los gobiernos constitucionales han logrado instaurar un discurso que diera fin a la historia de la represión política del país.

Todos esos intentos, que infructuosamente buscaron hacer del pasado reciente un territorio extraño y lejano, se sustentaban en una premisa que parece evidente en la medida en que se inscribe en el sentido común, a saber: que el paso del tiempo traería indefectiblemente el olvido. Eso es lo que la experiencia argentina ha desmentido.

La figura del desaparecido impide que la historia se consolide a partir de la configuración entre muerte y necesidad, según los imperativos de un determinado régimen temporal. Ligada en principio a una situación trágica, funciona de hecho como una figura activa que, en vez de sellar el pasado, provoca su emergencia en el presente e incluso mantiene al futuro abierto como posibilidad. En última instancia, es la idea de lo irreversible la que está en juego y con ella la metanarrativa que le es consubstancial.

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De Dora Schwarzstein, profesora de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, historiadora y escritora:

En las últimas décadas ha proliferado una enorme producción de textos sobre la memoria, la conmemoración y el olvido. Esto se ha expresado también en la creación de artefactos culturales y experiencias que van desde la museomanía a la recolección de objetos del ayer y memorias personales. En los últimos años podemos observar un extraordinario crecimiento y entusiasmo por la recuperación del pasado nacional. Este movimiento ha penetrado todas las secciones de la vida nacional, generando una verdadera " obsesión por la memoria ".

Esta pasión memoralista es explicada por el historiador francés Pierre Nora por el " recalentamiento del presente ", o sea por la aceleración de los procesos históricos de los últimos años. Nuestra cultura de fin de siglo tiene tanto miedo a olvidar que intenta contrarrestrar estos temores con estrategias de supervivencia y conmemoración. Se trata en general de una vuelta frívola al pasado que no puede analizar y que por tanto no contribuye a la elaboración de la conciencia histórica. Encontramos fenómenos de recuperación del pasado que se expresan en la reproducción de muebles antiguos, la escritura de autobiografías, el boom de la novela histórica, restauración de edificios, creación de museos, polémicas públicas sobre aniversarios, conmemoraciones y monumentos. El mundo se está " musealizando " y todos nosotros participamos de ese proceso. Se trata de intentos diversos por no perder los rastros de un pasado que parece correr el riesgo de evaporarse. Y, sobre todo, temor frente a un futuro que se presenta muy incierto y que despierta miedo. Este cambio de orientación desde el futuro hacia el pasado y la renegociación del pasado en el discurso de la memoria determinan las maneras en que entendemos la contemporaneidad y tendrá indudables consecuencias sobre el futuro. Según Pierre Nora, pasado y futuro se han convertido en fenómenos absolutamente independientes. Es en esta disociación entre pasado y futuro donde la memoria alcanza el rol de único agente dinámico y única promesa de continuidad.

El riesgo de este fenómeno es confundir la historia, en tanto conocimiento crítico controlable, con las reconstrucciones de la memoria que mantienen una relación afectiva y militante con el pasado. Sin duda, historia y memoria están fuertemente vinculadas. Por un lado, la historia puede colaborar en el proceso de la comprensión del pasado, a veces lleno de ilusiones, que por muchos años han confundido a las memorias colectivas; por el otro, la rememoración ha estimulado muchas veces investigaciones históricas rigurosas y originales. Pero, historia y memoria no son idénticas. La primera es un conocimiento universalmente aceptable, científico, mientras la segunda obedece a las exigencias existenciales de comunidades donde la presencia del pasado en el presente constituye un elemento esencial del ser colectivo. En síntesis, la historia es conocimiento científico, con métodos propios y no la mera recuperación de las memorias de las comunidades y los individuos. La memoria es parte constitutiva de la historia pero es diferente a ella al mismo tiempo.

Las diversas maneras de entender el pasado no son sólo formas variadas de conciencia histórica, son modos poderosos de comprenderlo y afectan de modo crucial las maneras de entender el presente. Hoy está planteada la urgencia de entender el pasado y la necesidad de un debate conjunto que nos permita elaborar las maneras de mostrar ese pasado a nuestros contemporáneos y a las futuras generaciones.

Dar contenido a la memoria colectiva ha constituido un hito importante en la lucha por el poder. Apoderarse de la memoria y del olvido es una de las máximas preocupaciones de las clases, de los grupos, de los individuos que han dominado y dominan las sociedades históricas. Los olvidos, los silencios de la historia son reveladores de estos mecanismos de manipulación de la memoria colectiva.

Estas cuestiones suelen ser altamente polémicas como lo muestra el ejemplo del gran debate que se originó en Francia en torno a la celebración del bicentenario de la Revolución Francesa. La polémica no fue estrictamente sobre una interpretación de la revolución ni sobre las conexiones políticas actuales de las diversas interpretaciones. Se trató en cambio de una discusión sobre la idea misma de la celebración, en otras palabras, se debatía si había algo que celebrar efectivamente. También en la Argentina se generaron discusiones cuando se produjo en 1996 el XX aniversario del golpe militar, que derrocó al gobierno de Isabel Perón. Distintas intenciones de conmemoración aparecieron en la escena, mostrando los diversos significados de las memorias de los actores y los distintos tipos de recuerdos que constituyen el complejo proceso de construcción de las memorias públicas.

En 1985, el Juicio y condena a los miembros de las Juntas Militares fue percibido por la sociedad argentina como un acto fundacional en el restablecimiento de la democracia. El juicio a los ex comandantes fue fundacional también en el sentido de que la demanda de justicia proveniente de la sociedad civil iba a ser canalizada por primera vez a través de instituciones, lo que debería contribuir a dificultar la repetición de los ciclos de violencia y contraviolencia que han caracterizado gran parte de la historia de la Argentina moderna. El proceso abierto por el juicio, la revelación de las violaciones ocurridas, marcó el fin de la " cultura del miedo " impuesta por el terror de los años de la dictadura militar, y fue crucial para moldear nuevas formas identitarias.

La revisión del pasado reciente se convirtió en un mecanismo imprescindible para la comprensión y construcción del futuro, y un hito fundamental en la construcción de la memoria colectiva. Sin embargo, esa transformación no alcanzó para erradicar el espectro del olvido y de la impunidad, y los síntomas de mutilación de la memoria se multiplican.

Aparecieron también en el centro del debate las posiciones opuestas entre víctimas y victimarios. Se hizo evidente la imposibilidad de una interpretación compartida del pasado que satisfaciera a todos, que llevó necesariamente a una política de tensión entre memoria y olvido.

Los sucesos posteriores no colaboraron al esclarecimiento de esas cuestiones. Por el contrario, aún durante el mismo gobierno de Raúl Ricardo Alfonsín ( 1983 - 1989 ), la ley del Punto Final, sancionada a fines de 1986, y de Obediencia Debida, sancionada en 1987, que exculpaba masivamente a los subordinados, pusieron límite a la acción judicial y marcaron para la sociedad argentina el fin de la ilusión de justicia.

El posterior indulto a los militares en 1990, ya bajo el gobierno de Carlos Saúl Menem, que habían sido culpados y condenados por su participación en la represión durante el Proceso, borró todo lo que el Juicio había establecido y no hizo más que producir una nueva herida en el tejido de la naciente democracia, operando así la tentativa más seria de vaciamiento de una herencia y una nueva imposición del olvido sobre una parte importante de nuestra historia reciente.

La memoria de lo ocurrido está en constante construcción, destrucción y reconstrucción, sin que ese proceso haya terminado y sin que haya elaborado una visión más o menos definitiva del pasado. Pero, más aún, las cuestiones no resueltas se proyectan en un espacio de confrontación simbólica, en el cual varios actores intentan ganar un status hegemónico e imponer su propia visión del pasado y sus implicancias. Es así como en ocasión del XX aniversario del golpe militar de 1976, algunos recordaron " los crímenes cometidos por los torturadores ", otros hablaron de " los errores cometidos por la juventud extremista ", y otros de " victoria militar sobre la subversión ". Finalmente existen quienes como el ex ministro del Interior, Carlos Corach, y el ex presidente Menem, plantean la importancia de la " conciliación nacional ", poniendo en evidencia la existencia de varias memorias en pugna, así como de una visión no consensuada del pasado.

Algo similar ocurrió en ocasión del frustrado intento del Gobierno ( enero - febrero 1998 ) de mudar la Escuela de Mecánica de la Armada ( ESMA ) y utilizar el edificio, uno de los más grandes centros de tortura y desaparición de personas durante los años de la dictadura militar ( 1976 - 1983 ), y reemplazarlo por un monumento a la conciliación nacional. El proyecto tuvo un efecto paradojal, porque por primera vez, desde 1983, momento de restauración de la democracia, planteó la necesidad de un " Museo de la memoria reciente ", precisamente en el lugar donde el horror ocurrió. También en este caso la polémica puso de manifiesto la existencia de una multiplicidad de perspectivas acerca de cómo " negociar " el pasado. Aparecieron irreconciliables diferencias entre aquéllos que vivieron la experiencia, las memorias, la historiografía oficial y la variedad de actores que participaron en el debate. En primer lugar, la propuesta del gobierno de hacer desaparecer el edificio y su contenido, o sea eliminarlo todo y poner en práctica una activa política del olvido. Al mismo tiempo se pusieron en debate distintas interpretaciones de la memoria. Algunos reclamaban recordar la herida, el trauma. Otros, plantearon que la única alternativa válida es recordar a los militantes y se reivindican como sus legítimos herederos. Estas polémicas corroboran la hipótesis de que los " lugares de memoria " son siempre lugares de trauma y que las conmemoraciones dividen a la sociedad acerca de qué debe ser conmemorado y cómo. Los museos, los memoriales, los monumentos plantean a la sociedad cuestiones acerca del significado de las experiencias del pasado. Se construyen para decirle a la gente cosas que ya saben o creían saber, cosas que se han olvidado o que nunca supieron que existieron.

Hace poco participé en unas Jornadas de Actualización Docente organizadas por el Instituto de la Memoria " Nunca Más ", una de las múltiples organizaciones que participa en la planificación de este Museo. Allí hablaron representantes de varias organizaciones y todas ellas planteaban la urgencia de recuperar la memoria de las víctimas del terrorismo de Estado en Argentina. Después de escuchar y sabiendo que vendría a hablar en estas Jornadas pensé que el mensaje fundamental que quisiera transmitirles se refiere a mis palabras iniciales. Frente a este boom de la memoria, en este caso recuperar los testimonios del horror se impone más que nunca la necesidad de no confundir la memoria con la historia. Estoy pensando en la historia no como pasado al que todos tenemos acceso y somos parte, sino en la historia como disciplina. Ambas tienen una función complementaria, una cuestiona a la otra, la interpela. Sin embargo, los mecanismos de selección de los hechos del pasado son diferentes en los procesos de construcción de la memoria individual y colectiva y en la construcción de una historia de los historiadores. La historia como disciplina puede evitar, a través de la crítica y la indagación, el congelamiento o la cristalización de las memorias e impedir que éstas se conviertan en mitos. La historia es responsable de abrir interrogantes, de cuestionar las sólidas construcciones de la memoria como un modo efectivo de luchar contra el olvido.

Y aquí surge entonces una pregunta que me parece es central: ¿ Qué memoria o mejor dicho memorias legar a la historia ? ¿ Qué museo puede representar y encapsular las memorias conflictivas contenidas en el sitio del memorial ? ¿ Qué historia o historias quiere contar el Museo ? En el caso de la Escuela de Mecánica de la Armada ( ESMA ), se trata de un sitio muy conflictivo, tanto por lo que allí pasó como por las maneras en que la gente recuerda y conmemora.

¿ Cuál es el objetivo de un Museo del Nunca Más ? ¿ Para qué el museo, a quién está dirigido, cómo se hace ? Son preguntas de no fácil respuesta. Sin embargo me animo a pensar que si el sentido del Museo es contribuir a la formación de nuestra conciencia histórica como sociedad democrática rescatando del olvido el pasado de la dictadura, el Museo debería ser algo más, contar una historia que no sólo sea la de los directamente afectados por esa violencia.

Creo que en este punto se hace necesario un amplio debate. La idea de un consenso abierto sobre el pasado debe guiarnos. Un consenso que incida sobre las preguntas y no tanto sobre las respuestas, que ayude a generar una idea compartida de lo que pasó y que genere los interrogantes sobre ese pasado.

Pero indudablemente, sería imposible imaginar la construcción de un museo sin tener en cuenta las voces de los sobrevivientes y testigos y tal vez deberíamos discutir acerca de la incorporación de las voces de los victimarios. De lo contrario, cuando los sobrevivientes hayan desaparecido no habría memoria para conectar el presente con la experiencia de los años del terror y cualquier memorial correría el riesgo de convertirse en una construcción vacía, o simplemente en un lugar de olvido.

La fuerza avasalladora de las voces de los sobrevivientes puede lanzarnos a su recolección respetuosa y pasiva. Sin embargo, debemos plantearnos los enormes desafíos que plantea trabajar seria e imaginativamente con los testimonios de los testigos, en particular de situaciones extremas. El mejor homenaje que se puede rendir a la memoria de los excluidos es transformar la memoria en historia. Y si queremos aprovechar de la mejor manera posible el testimonio oral y extraer de él toda su riqueza, no podemos ahorrarnos el esfuerzo del trabajo histórico.

La lectura del último libro del escritor italiano Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz, " Los hundidos y los muertos " nos enfrenta a la realidad de la existencia de memorias que no podrán jamás recuperarse. EL autor, uno de los pocos sobrevivientes del campo, manifiesta sentirse incapaz de recuperar la memoria sumida en las profundidades donde la mayoría de sus compañeros se había ahogado. Para Primo Levi, como para Bruno Bettelheim, el gran psicoanalista freudiano, y para Jean Améry, seudónimo de Hans Meyer, escritor judío deportado a Auschwitz, miembro de la resistencia belga, la carga de la supervivencia fue excesiva y los tres, ya ancianos, se suicidaron. Quizás para ellos no se podía reinventar ni comunicar el pasado. Era literalmente impronunciable. Esto nos obliga a tener, como bien señala la historiadora Luisa Passerini, una visión no tan optimista sobre la memoria, saber que en nuestros tiempos no es suficiente sobrevivir físicamente para que el trauma pueda ser dejado atrás. Estas historias subrayan la complejidad de la trama de la memoria y la dificultad de la convivencia con el recuerdo del pasado.

Todo esto le plantea al historiador la cuestión del acceso diferenciado, a veces imposible a las experiencias traumáticas del pasado y del presente.

La resolución de estos problemas exige una alta dosis de imaginación. En primer lugar es importante plantearse cómo la historia puede recuperar la memoria, pero sobre todo qué memoria legar a la historia.

En casos como el del terrorismo de Estado, la comprensión histórica es imposible sin tener en cuenta las voces de las víctimas. De ahí la necesidad de intercalar la narrativa histórica con las voces de las víctimas y los sobrevivientes, ya que ambos son partes fundamentales de la reconstrucción histórica.

Los testimonios no sólo están constituidos por hechos históricos sino fundamentalmente por el impacto que esos hechos han tenido. No incluir esos testimonios dejaría también de lado las variadas razones por las que los sobrevivientes respondieron a los hechos de la manera en que lo hicieron.

Las experiencias extremas, nos permiten reflexionar sobre la necesidad de que la historia recupere tanto los hechos del pasado como su representación. La historia es más que la mera verificación y descripción de los hechos del pasado.

Por otra parte, ¿ serán capaces los testigos de revelar a todo el mundo el daño que sufrieron en silencio, un daño tan increíble que ellos mismos lo percibieron como irreal ? Para algunos su idea de justicia significó decir la verdad tanto legal como históricamente, mientras otros eligieron callar, intentar olvidar. Muchas veces los recuerdos tuvieron que batallar duro para ganar la atención y contraatacar la indiferencia de un mundo que estaba lanzado hacia el futuro y deseoso de confinar su pasado en los archivos antes que de enfrentarlo. Eso produjo la necesidad de la verdad y la dificultad en expresarla, la urgencia personal de recordar y también de olvidar, el deseo de dar testimonio por un lado y de permanecer en silencio por otro, como protesta.

¿ Cómo desarrollar entonces la conciencia histórica de modo crítico y creativo ? Debemos contribuir desde cada una de nuestras disciplinas para que el olvido no se instale definitivamente en nuestra sociedad y nuestra cultura. Se hace necesario responder al desafío de encontrar nuevos modos de enfocar el pasado. Pero esto implica también reconocer que muchas de las memorias con las que trabajamos pertenecen a sujetos que no tienen acceso a sus propias representaciones y sus experiencias y sus voces no pueden ser escuchadas simplemente como tales. Porque, como dice el teórico Homi Bhabba, no se trata de " voces inocentes ", están mediadas por el diálogo que tienen con el entrevistador, a través de sus propias ideologías. Por lo tanto son siempre voces construidas, voces producidas. Un tema que debe preocuparnos, como señala el historiador Shahid Amin es el hecho de que los testimonios de los dominados son producidos en el interior de campos bien definidos de poder. La alternativa entonces no consiste en la mera búsqueda de nuevas fuentes para una nueva historia, lo importante es tratar de entender los mecanismos a través de los cuales el testimonio se construye y constituye y cómo funciona como la materia prima con la que debemos trabajar.

Separar las experiencias de los significados que tuvieron para los protagonistas es la negación de una parte de la realidad histórica misma. Para establecer un diálogo fructífero entre historia y memoria debemos recordar que el testimonio, cuya materia prima es la memoria, no es la historia. Por tanto, no es suficiente recuperar la memoria y transmitirla, sino que es imprescindible reflexionar sobre su naturaleza para poder entenderla, analizarla e incorporarla plenamente a la narrativa histórica.

Una Historia del trauma que siga las líneas y preocupaciones que hemos intentado plantear permitiría presentar, por ejemplo, en un museo o memorial, elementos del pasado con capacidad de contribuir a la elaboración de una conciencia histórica que atraviese generaciones y culturas diferentes. De esta manera las " voces " de los protagonistas de los casos más dramáticos del siglo podrán validar sus memorias, contra los negadores de las torturas, de las desapariciones y de los genocidios.

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De Vicente Palermo, doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid, sociólogo, investigador del CONICET, politólogo, ensayista y escritor, en la nota El siglo peronista, Punto de Vista - Revista de cultura, Nº 89, directora Beatriz Sarlo, Distribución Siglo XXI Argentina, Buenos Aires, año 2007:

Nacido en 1895, Juan Domingo Perón ya no era joven en los albores del terremoto político que llevaría su nombre, pero era ciertamente un hombre de su tiempo. Un tiempo de cultura e ideologías nítidas y totalizantes, donde los hombres de orden, entre los que Perón se contaba más que nadie, creían en los experimentos sociales. Sin estos rasgos de época mal podría explicarse, no por qué surgió, sino cómo fue el peronismo clásico.

Un hombre de orden: la implantación del orden consistía más en una cuestión de autoridad que de ley. Las instituciones no eran, como se cree hoy, cuando las ciencias sociales han dejado su marca en el sentido común, reglas abstractas que definen incentivos para la acción, sino auténticos cuerpos sociales, con memoria y mandato ( " a los 15 años mis padres me entregaron a la Patria ", evocará Perón mucho después para referirse a su ingreso al Colegio Militar ). Y el orden era una misión, porque el desorden siempre golpeaba a la puerta y los valores convocaban a una reparación posible y necesaria. Era preferible que ley y orden fueran de la mano pero, si no era el caso - como no lo fue para el joven capitán que acompañó, con lúcido contragusto y buen olfato político, el golpe de 1930 -, el orden, encarnado en la autoridad, debía estar por encima de la ley. El peronismo nunca abandonaría esta noción y sólo iría cambiando la fuente legitimadora de la autoridad.

A veces los eslabones más sólidos de una cadena histórica son contingencias; hubo mucho de azar en el naufragio del entendimiento entre los ex presidentes Agustín Justo y Marcelo Torcuato de Alvear enderezado a conferir al sistema político la legitimidad que perdía raudamente a través de las grietas abiertas por la espada. Los hombres que se formaban en el seno de las corporaciones en ascenso, juzgaban que las instituciones liberales eran incapaces de enfrentar con éxito los urgentes desafíos de la época. Paradójicamente, quienes apostaban todavía a una recomposición del orden liberal debieron enfrentar las dificultades insalvables, los dilemas y el activismo de esas mismas corporaciones. Por lo demás, si la democracia representativa y la ideología liberal declinaban de modo definitivo, mientras la Iglesia terminaba de arrinconar a la oficialidad liberal del Ejército, la después llamada década infame traía otras novedades: también en el Estado argentino, como en casi todo el mundo, se innovaba. La creación exitosa de instituciones orientadas a expandir las capacidades estatales en la esfera económica confirmaba las creencias en el papel rector de un Estado que debía mantenerse por encima de la sociedad para velar por ella.

Hombre de su tiempo, Perón fue capaz, no obstante, de inaugurar un mundo político que, de un golpe, tornó anacrónicos a todos los políticos y a la política argentina. Perón le puso palabras perdurables a percepciones e impresiones difusas que se habían ido configurando en vastos sectores sociales durante las décadas previas. Perón no inventó conceptos, pero lo que dijo tuvo destinatarios inéditos que, con asombrosa sencillez, se identificaron con sus palabras y las escucharon como la verdad. " No me importan las palabras de los adversarios ... Me basta con la rectitud de mi proceder ... Ello me permite aseverar, modestamente, sencillamente ... que soy demócrata en el doble sentido político y económico del concepto, porque quiero que el pueblo, todo el pueblo ... se gobierne a sí mismo ... Soy, pues, mucho más demócrata que mis adversarios, porque yo busco una democracia real, mientras que ellos defienden una apariencia de democracia ... Por eso, cuando nuestros enemigos hablan de democracia, tienen en sus mentes la idea de una democracia sentada en los actuales privilegios de clase ... En consecuencia, sepan quienes voten el 24 por la fórmula del contubernio oligárquico - comunista, que con ese acto entregan, sencillamente, su voto al señor Braden ... " ( 1946 )

El espíritu antiliberal y antirrepublicano cultivado por sectores dirigentes desde la hegemonía positivista hasta 1930 se encontraría con un lenguaje afín y nuevo al mismo tiempo. Nuevo, incluso si se lo compara con la retórica unanimista de Hipólito Yrigoyen, para quien él y su movimiento eran todo uno con la Nación y la Constitución Nacional; con Perón, el núcleo en torno al cual giran los componentes de la cultura política nacional es el pueblo. Esta mutación fue posible en especial después de que, tras el golpe del 30, sucesivos regímenes abandonaron el espíritu republicano y pervirtieron la sustancia democrática bajo indigentes fachadas de estado de derecho y representación. En la misma dirección en que soplaban los vientos del mundo, execraron los sistemas liberales y representativos tanto quienes apostaban a suprimirlos para restaurar las jerarquías, como quienes creían en el gobierno del pueblo tan firmemente como eran escépticos frente a aquellos sistemas.

Perón, alumno de su tiempo y en especial del activismo reaccionario, podía concebirse como un innovador y a la vez como el perfeccionador del programa de restauración que la Iglesia y el Ejército habían preparado a lo largo de los lustros previos a 1943 como nuevo orden político y social. Tanto la Iglesia como el Ejército reconocen las cosas de este modo. Lo que tenía este activismo de movilizador e incorporador no alteró, hasta cierto punto, el equilibrio entre lo que aquellas grandes instituciones rectoras estaban dispuestas a admitir y lo muy lejos que Perón llegó para consolidar su experimento. Sacerdotes y militares tardarían bastante en advertir que todo era de otra manera, y que la forma del paraíso terrenal que Perón sostenía haber instituido, era una en la que el alumno pretendía no sólo superar sino subordinar a sus maestros.

Perón creía en el establecimiento de un orden justo que incorporara las diversas expresiones sociales en la órbita de un Estado bajo " una mano de hierro dirigida por una inteligencia clara y guiada por un gran carácter ", y una serie de principios simples, unánimes y verdaderos. Poco sabemos de cómo pensaba el problema del poder tras el paso de los titanes políticos, porque nada dijo o escribió al respecto, pero cabe suponer que en la Gran Argentina que nunca dejó de creer realizable, la tarea de conducción iría a ser más bien rutinaria. Aun avanzados los años 70, Perón evocaba " un Estado organizado para una comunidad perfectamente ordenada, para un pueblo perfectamente ordenado también ... el Estado era el instrumento de ese pueblo, cuya representación era efectiva ". Que esto se refiera a un perídodo siniestro de la historia europea tiene menos consecuencias prácticas que el hecho mismo de que creyera que era factible y necesario.

Perón no vió inconvenientes en que, en camino hacia el orden justo, los trabajadores organizados se convirtieran en protagonistas más centrales que lo inicialmente previsto. Pero este reconocimiento no lo convierte en prototipo de pragmatismo vulgar en que muchos peronistas de hoy se mueven como pez en el agua. Perón fue toda su vida un político de principios. El papel conspicuo de los trabajadores fue una resultante, sobre todo, de la desconfianza de los empresarios, que resolvieron considerar ( con una muy comprensible dosis de miopía política ) que el verdadero peligro no residía en que la desatención de la cuestión social trajera la revolución y el comunismo, sino en el propio Perón que, agitando la revolución y el comunismo como muñecos de paja, parecía resuelto a atenderla demasiado artificialmente y en su exclusivo beneficio.

Las deslumbrantes capacidades de liderazgo de Perón se pusieron en juego en ese vertiginoso combate político, no al servicio de sus ambiciones personales y a cualquier precio, sino más bien a favor de un proyecto político que sólo podía apoyarse en una coalición bajo liderazgo plebiscitario. La pugna tuvo cauces establecidos por los pliegues de la entonces poco conocida estructura social de la Argentina, pliegues formados aceleradamente en los 15 años anteriores, que a su vez sedimentaron procesos de larga data. Si las circunstancias hicieron de Perón el conductor de un movimiento y un régimen cuya radicalidad social era bastante más real de lo que él deseó y concibió entre 1943 y 1946, ello se debe a las peculiaridades de las relaciones de producción y su infraestructura político - estatal, legadas a una Argentina que se abría inevitablemente al incógnito escenario internacional de posguerra y que debía dar cuenta, al mismo tiempo, de los problemas de representación del régimen político y de incorporación de nuevos grupos sociales. En extrema síntesis, esas peculiaridades pueden ser descriptas del siguiente modo: explotación capitalista desnuda sobre trabajadores que disfrutaban, no obstante, de salarios reales entre los más altos del mundo.

Son conocidas las grandes líneas de los debates académicos sobre la continuidad y la ruptura que significó el peronismo en relación con la Argentina anterior. Una línea de ese debate se interroga sobre el alcance y la profundidad de los poderes del Estado en el mundo del trabajo, sea en sus dimensiones bismarckianas, sea en la regulación de los conflictos de clase. En lo que atañe a este punto, un brillante ejercicio comparativo reciente me autoriza a ser suscinto: en materia de legislación social efectiva, Perón hizo en 3 años lo que los australianos hicieron en 50. La otra ruptura relevante es específicamente identitaria. Hasta entonces, las interpelaciones partidarias orientadas a los trabajadores no habían sido eficaces; Perón lanzará una enérgica interpelación constituyente de sujetos políticos: trabajadores que, en su condición de tales, tienen derecho a ser protagonistas; ese renacimiento identitario es político y social al mismo tiempo. Colocar el foco en esta cuestión, en el liderazgo, puede confundir las cosas, si se enfatizan, en relación con esta dimensión constitutiva ( y no respecto de sus consecuencias ulteriores ), los rasgos sean paternalistas sean heterónomos en la relación líder - masas. En el vértigo de esa interpelación, Perón era para los trabajadores, antes que nada, el primer trabajador, uno de ellos. ¿ Fuera de su mundo social ? ¿ Desde el ámbito estatal ? ¿ Con las corporaciones a su espalda ? ¿ Apelando a las masas desde arriba en un conflicto entre élites dirigentes ? Todo esto, si se quiere, pero la brecha que abría entonces era más importante como experiencia política. Sólo así puede entenderse, por ejemplo, la intensidad del perfil laborista, la adhesión firme, hasta el límite, de los dirigentes de ese perfil, y su tragedia posterior. Sólo así los sectores populares podían sentir que Evita personificara, más que un Estado paternalista, indulgente y arbitrario, a ellos mismos.

Es verdad que, tras las pinceladas finales, el cuadro mostraba, al descubrirse del todo en febrero de 1946, algo que no se parecía exactamente a la nación católica en armas prometida a los centuriones y a los sacerdotes. Pero ni unos ni otros se tomaron las cosas a la tremenda. Hubieran preferido un orden franquista, no un orden justicialista; mal podían disimular su simpatía cuando jerarcas de la unidad de destino en lo universal visitaban la Argentina y, estupefactos ante las concentraciones populares, comentaban - mintiendo - que había sido precisamente contra esa ralea que se habían alzado en 1936.

Muchos sospecharon que en la Comunidad Organizada habrían perdido la tutela sobre los destinos nacionales a manos de un caudillo cuya autoridad no dependía, como la de Franco, de la Gracia por siempre alcanzada a sangre y fuego, sino de las masas populares. Pero, recién cuando Perón se deslizó en la pendiente típica del poder paranoico, el régimen comenzó a devorarse a sí mismo al morder partes vitales de su propio cuerpo.

Es poco lo que podría explicarse, por caso, de los más desatinados movimientos de Perón hacia la Fuerzas Armadas y la Iglesia buscando motivos en las dificultades de la gestión macroeconómica y sus impactos sociales, así como poco o nada podría encontrarse en aquellos impulsos irrefrenables que ayude a entender las complicaciones de la economía.

No creo exagerado afirmar que el peronismo clásico quedó demasiado injustamente asociado a la economía política del populismo, modo de gestión del que la Argentina post - peronista conocería ilustraciones peores ( como la del gobierno, también peronista, de 1973 - 1975 ). Esto puede sostenerse no sólo tomando en cuenta el mundo de la inmediata posguerra ( autarquía española, experiencia de otras posguerras, el hambre reinante en Europa, las nuevas perspectivas bélicas, las obvias dificultades para predecir la fenomenal prosperidad occidental desde principios de los 50 ). Puede sostenerse también, y sobre todo, si se considera la eficacia con quienes sucedieron a Miguel Miranda en el timón de la economía lograron capear los inevitables temporales del stop and go, y lo muy lejos que el propio régimen había llegado en la comprensión de la caducidad de los ideales autárquicos. Nada permite sospechar, en suma, que las tensiones que se incubaban en el mundo de la producción llevaran inexorablemente a la explosión del régimen, o que las dificultades que Perón estaba encontrando para hacer tragar a su caballada parlamentaria el forraje de la apertura al capital externo fueran insuperables.

Esto no significa, por supuesto, que la gestión peronista de la economía no hubiera tenido que enfrentar en cualquier caso decisiones y circunstancias penosas e insoslayables, precisamente porque la distribución peronista del ingreso tenía que ceder. Significa, en cambio, que consumiendo el capital de divisas y el tiempo de las fugaces circunstancias internacionales que habían hecho posible un incremento del salario real de más del 60 % hasta 1948, el peronismo clásico había acumulado un capital político con el que podía contar. Si primero de la mano de las circunstancias y luego de la más activa del propio Perón, Argentina había entrado en el atolladero del proteccionismo distributivo, era imposible salir de allí retrocediendo, y se precisaba una enorme dosis de energía política y estatal para avanzar en una transición dolorosa y prolongada.

Otro asunto es que Perón y su régimen resolvieran dilapidar aquel capital político. La compulsión peronista por encontrar en las buenas y las malas noticias, en los acontecimientos desfavorables y favorables, ocasiones para plasmar el ideal de una sociedad unánime, chocaría las más de las veces con las consecuencias no deseadas, pero inexorables, de sus propios éxitos indiscutibles. No puede decirse lo mismo en el caso de los afanes de proyección internacional del régimen y reconocimiento continental de un papel rector para la Argentina peronista, que se estrellaron contra los muros, invisibles para las ilusiones mesiánicas, pero demasiado reales, levantados por la consolidación del poder estadounidense y la entendible suspicacia que una política de caudillo de suburbio, presidida por una retórica de autoensalzamiento, despertó en los vecinos, tanto mayor cuánto más próximos. De lo primero nos hablan, por caso, las desventuras del coronel Domingo Mercante al frente de la provincia de Buenos Aires, que gobernó con ingredientes de pluralismo y reconocimiento de la legitimidad política de los no peronistas muy diferentes de los dominantes en la esfera nacional y en el resto de las provincias. De lo segundo, la impotencia de Juan Atilio Bramuglia, primer canciller del gobierno peronista, cuyos competentes esfuerzos no mellaron las convicciones de gran potencia que el justicialismo abrigaba para sí y para la Argentina ( abrevando, también en esto, en la Argentina liberal ). Que Mercante y Bramuglia tengan poco que ver con las pasiones que llevaron más lejos al peronismo en el camino de su perdición y hayan sido a la vez figuras centrales del período clásico, dice mucho de un aspecto de la historia, de impotencia y dramas personales, aún poco conocido.

La iracundia del ultimo tramo del peronismo clásico, compendiable en los desatinos con los que Perón se perdió a sí mismo, muestra el vertiginoso derrumbre de un régimen al que nada le faltaba enfrentar, en el peor de los casos, una penosa decadencia y, en el mejor, un transcurrir semejante al plasmado por el PRI en México ( la única objeción de sustancia a ello, debo admitirlo, es el problema de la sucesíón ). No obstante, el derrumbe fue, por su brevedad, su índole convulsiva, su vesanía popular, de crucial importancia para la supervivencia posterior del peronismo. El final del peronismo clásico fue catastrófico, pero sin esos rasgos Perón no podría haber reconstruido su movimiento desde el ostracismo. Como si el espíritu de Evita hubiera vuelto para electrizar a las masas populares desconcertadas e inyectar temeridad en un Perón enceguecido por la cólera olímpica. Evita revivía para cobrar la deuda de sangre inferida en agosto de 1951. Extremadamente significativo es al respecto que la composición de las coaliciones antiperonistas del 45 y del 55 haya sido tan diferente.

La decisiones de Perón respecto de los militares y la Iglesia y el perfil del último peronismo social anterior al golpe de setiembre de 1955, me traen a la memoria - analogía algo frívola - a Maurice Chevalier imitando a Sammy Davis Jr. imitando a Maurice Chevalier. Fue el 5 x 1 del que, tres lustros después, la Juventud Peronista completaría la rima. Insólitamente para muchos de sus protagonistas, el peronismo que había aspirado a ser el fundamento del orden nacional y la piedra angular de la comunidad organizada, se encontraba presidiendo constitucionalmente multitudes enfurecidas que quemaban iglesias, bibliotecas y clubes oligárquicos, mientras cuadros sindicales y barriales discutían si formar o no milicias populares. Perón perdió la presidencia y lavó su alma. La conspiración, la traición, la corrupción de los malos funcionarios que habían abusado de un Perón demasiado bueno, se convirtieron en verdades definitivas.

Fue en esa fase final cuando adquirieron singular relevancia algunos rasgos básicos del peronismo clásico, precisamente aquellos tan inherentes como de casi imposible compatibilidad con las aspiraciones de orden de sus componentes más reaccionarios: la presencia de Evita, y su iridiscente carisma, devenido aun antes de su muerte en ritualidad religiosa burocráticamente rutinizada pero, sobre todo, en infiltración penetrante en la porosa religiosidad popular. El punto de más clara tensión en el interior del peronismo como identidad, fuerza política y régimen fue el Cabildo Abierto del 22 de agosto: ¿ qué clase de régimen constitucional era uno que dirimía la fórmula presidencial ganadora en una pulseada entre las masas en la calle y los generales en los escritorios ? Y se navegaba también con el mar de fondo de la batalla de la productividad, en la que el gobierno estaba llevando las peores, ya que la autonomia " de clase " de las masas dentro de una relación política heterónoma se expresaba en el mundo del trabajo que Perón pudo domeñar aún menos que las movilizaciones populares. No sugiero que los sinsabores de la puja distributiva condujeran al colapso del régimen. Pero resulta claro que la rebeldía obrera dejó una marca en la identidad peronista de vital importancia ulterior ( tanto para resistir como para significar al peronismo ). Con este telón de fondo, la cerrilidad de los gorilas no hizo más que refrendar todas las verdades, completando la transformación estética del peronismo clásico y absolviéndolo de todos sus pecados. Gracias a ello el peronismo, fracasado como régimen, alcanzó el milagro de articular dos épocas nacionales y mundiales, en cuyo transcurso fue sorprendentemente capaz de cambiar según el contexto.

Desde 1955 hasta 1973 la historia peronista tanto como la argentina estuvieron presididas por una cuestión clave y por los efectos, inesperados para casi todos, del modo en que se resolvió. Perón subordinó definitivamente cualquier otro propósito y fue consiguiendo que se subordinara toda la política nacional al objetivo de reconstruir y consolidar su liderazgo, y hacerlo valer en el único terreno para él concebible y en el que continuó creyéndolo imbatible, el voto popular. Salvo, quizá, durante el breve tramo de la presidencia de Eduardo Lonardi ( tan carente de realismo en su propósito restaurador como dotado de sensatez en lo que se refiere al modo de encarar a los peronistas ), Perón jamás se consideró ( a diferencia de casi todos, peronistas o no, que sí lo consideraron ) una baraja fuera del mazo. Comprobó que Lonardi era expulsado por un conjunto de energúmenos vengativos dispuestos a propinar a los peronistas la humillación más exhaustiva. Perón sabía que contaba con un capital valioso, pero siempre consideró el riesgo de que se le esfumara si no se entregaba plenamente a su cuidado y en tiempos compatibles con su ciclo vital. Subordinó todos los otros objetivos posibles a éste, que le pareció absolutamente prioritario. Perón no podía, por ejemplo, ocuparse de crear condiciones mínimamente favorables a la llegada de un gobierno con sustento popular; es más: entendía que no precisaba hacerlo, sea porque creía que una vez reconstruido su liderazgo, y revalidado en las urnas, con el Estado de nuevo en sus manos, iba a resolver todos los problemas a los que hubiera contribuido por el camino.

Entre estos problemas, uno de los principales era, precisamente, evitar el surgimiento de cualquier figura con proyecciones de autonomía e independencia político - electoral, mediante una vasta y sistemática tarea de destrucción. Podía, en las aguas turbulentas de su movimiento, tolerar sindicalistas, centuriones, intelectuales, cuadros armados, financistas de la política, pero no políticos peronistas con votos. Los ejemplos más claros al respecto son Juan Atilio Bramuglia y Augusto Timoteo Vandor, cuyo dilema era insoluble, porque no tenían modo de hacer transaciones con el régimen, indispensables para proyectarse políticamente y afianzar bases electorales peronistas, que más temprano que tarde no fueran fulminadas por el anatema de Perón. Sobre todo porque el régimen, con la parcial excepción del período 1963 - 1966, se mostraría indeciblemente incompetente en la gestión de esas transaciones.

Si hay algo que resulta a la vez chocante y enteramente comprensible es la ceguera política e intelectual que, casi sin excepciones, afectó a los argentinos en lo que se refiere al poder de fuego de Juan Domingo Perón después de 1955. El peronismo pasó a ser el sueño y la pesadilla, el objeto de la reflexión más y más compulsiva; los peronistas, un riquísimo botín al alcance de la mano. Pero la atención que se deparó a un presidente depuesto y exiliado entrando en su ancianidad fue naturalmente muy escasa, por no decir nula. Basta recordar las torpes disquisiciones del escritor e historiador Julio Irazusta en un elegante ensayo redactado en 1956 - la única explicación plausible del absurdo era la codicia sin freno -, o las del escritor y orador Emilio Hardoy que adjetivaba, con corrección política de época, la sangre mestiza de Perón como la de un araucano flojo, falso y codicioso. Era fácil equivocarse si se toma en cuenta que la política latinoamericana estaba llena de caudillos, dictadores y tiranos de toda laya, y muy pocos habían conseguido revertir el jaque mate cívico - militar y casi todos habían dado muestras de que sus pasiones por el poder se explicaban en arreglo a motivos que dejaban luego poco margen al coraje moral y al vigor necesarios para cruzar el desierto. Quizá Perón no tuvo tiempo para hacernos recordar la máxima del historiador Lord Acton sobre los estragos del poder absoluto ( Evita murió en 1952 y la decadencia y corrupción aceleradas fueron frenadas en seco en 1955 ). Quizá la mirada del ensayo intelectual argentino hubiera estado mejor inspirada con menos Gino Germani y más Thomas Carlyle. Y quizá no se recordó a Hipólito Yrigoyen, que sin duda contaba con la misma fibra, tenía 78 años y una salud quebrantada cuando fue expulsado de la presidencia.

Desde 1955 asimismo tuvo lugar una colosal batalla cultural: la puja por las interpretaciones sobre y por lo tanto también para el peronismo. Inútil es decir que en esa batalla el espíritu de la Libertadora perdió la partida de antemano. Después de su caída, había desaparecido el monopolio de la enunciación de relatos sobre el peronismo del que había gozado prácticamente sin contestación alguna el propio Perón. Y florecieron las más variadas interpretaciones y relatos de crucial relevancia política, porque en ellos se jugaba la suerte del propósito de Perón de reconstituir su liderazgo. En paralelo y combinado con esta tarea tiene lugar, precisamente, un asombroso proceso de reinvención del peronismo.

El peronismo no fue cosa de intelectuales que, ciertamente, tuvieron escasísima intervención directa en cualquier proceso que haya contribuido a definir la identidad peronista antes de 1955. Acostumbrados como estamos al anacronismo de observar el peronismo desde nuestros días, la reinvención pasa desapercibida; pero si cambiamos la perspectiva, mirándolo desde sus orígenes y sus esencias como peronismo clásico, se trata de una mutación espectacular. Después de 1955, el peronismo se reinventó a sí mismo y, esta vez sí, tomaron parte intelectuales provenientes de una izquierda a la deriva en busca de sus objetos del deseo: la clase trabajadora y la nación antiimperialista. Se resignificaron componentes del peronismo clásico, como Evita, la imbatibilidad del sindicalismo de planta y de base contra el sindicalismo obediente y hasta contra el propio régimen ( sin negar a Perón como líder ), la fase virulenta final ( con las milicias obreras como una posibilidad real ). En su reinvención, en la historia revisada, dimensiones fundamentales de la formación del peronismo y de su identidad, como las Fuerzas Armadas y la Iglesia, pasaron a un plano muy secundario, y otras cobraron nueva luz. El peronismo como orden justo y estable, cuyos enemigos son apenas unos pocos malos argentinos, deja lugar al peronismo como redención revolucionaria.

Entre las invectivas que Perón había dirigido regularmente como presidente de todos los argentinos a una oposición calificada de canallesca, estaba la de fingir defender la democracia. Ante los peronistas, pero no menos que ante muchos que todavía no lo eran e incluso habían despreciado ese régimen agobiante, nada parecía ahora más convincente que aquella imputación de falsedad y cinismo. Los gorilas no inventaron la proscripción pero, ahora, era la fuerza política que la había sufrido en los años 30 una de las que más se aferraba a ella ( excepción hecha de corrientes que sólo fueron dominantes en el partido readical cuando limaron su intransigencia ). Los antiperonistas se habían metido en un lodazal político en el que se enterraban cada vez más. Todos daban por hecho que habían recuperado el centro de la escena para presidir una inexorable desperonización de las masas y beneficiarse de su disponibilidad. Y habían expulsado a Perón en nombre de la democracia, negando a los peronistas, por no ser democráticos, el derecho a ser votados, aunque no podían impedir que votaran. Mientras que los peronistas no exigían otra cosa que poder votar en paz y libremente. Todo esto es más asombroso cuando se advierte que, si el fugaz pero potentísimo ímpetu libertador, en vez de consumirse en gestiones que sólo podían desnudar sus contradicciones, hubiera sido empleado en el corto plazo en una elección polarizada, los peronistas probablemente habrían sido derrotados.

Los herederos del 55 se hundían así en un lodazal mientras se asestaban golpes unos a otros, ya que nada los unía, ni sus preferencias en política, ni sus opciones normativas. Democráticos devenidos dictadores supuestamente previsionales, todos, militares y civiles, tenían agarrado por la cola al tigre de la legitimidad. Pero el formidable problema de dotar al régimen político post - peronista de una fuente de legitimidad se haría cruelmente manifiesto, antes que nada, en los desempeños en un campo insoslayable: el gobierno de la economía de una sociedad conflictiva, legado del peronismo clásico, que Perón había empezado penosamente a aprender cómo administrar.

Si el peronismo había llevado demasiado lejos el modelo de proteccionismo distributivo enredando a la economía argentina en conflictos que le hacían imposible adaptarse y aprovechar el renacimiento comercial internacional inédito que en la inmediata posguerra muy pocos esperaban, ahora, la caída de los insostenibles salarios peronistas podía ser paladinamente imputada a la naturaleza antipopular y antinacional de los gobiernos post - peronistas.

La Argentina había entrado en su callejón. La gestión de gobierno se convirtió en un juego de factores incontrolables - como explicaba el pensador y político Arturo Jauretche citando el dicho campero, " la bota ´e potro no es pa´todos ". El poder de fuego del sindicalismo peronista era tal que tanto los militares como los empresarios encontraron más económico adaptarse a él, sea cediéndole gigantescas porciones del tinglado corporativo, sea dejándolo venir en cada réplica militante a las caídas salariales, sin ignorar que las implacables crisis internas cerraban una mano del juego distributivo al tiempo que abrían la siguiente. La otra cara de los naipes mostraba invariablemente un régimen político desfondado en su legitimidad. Decir hoy que todo esto conduciría derechito a la militarización de la política es tan fácil como tramposo, porque antes de recorrer los tramos más sangrientos de este callejón, hubo quienes tuvieron soluciones imaginativas, o razonables. Y no puede pasar desapercibido que todas ellas contaron con peronistas.

Uno de esos sensatos intentos políticos fue encabezado por el gobierno radical de Arturo Illia, y tuvo un inesperado aliado táctico en el sindicalista Augusto Timoteo Vandor, resuelto a darle batalla al General en el único terreno en el que Perón no lo admitía. El General le partió el espinazo a este proyecto en las elecciones mendocinas - a las que envió a su tercera esposa, en un viaje tan fatídico por el éxito de la intervención como por el hecho de que Isabel conociera y reclutara para el servicio en Puerta de Hierro a José López Rega. Cuando hablaron los votos mendocinos, la suerte del gobierno y del proyecto civil quedó sellada ( aunque no la del dirigente metalúrgico ), dando paso a la estulticia de Juan Carlos Onganía, que creía que la Argentina del 66 era más o menos como Brasil y que se podía aplastar con la bota el rostro de la política durante el tiempo necesario para que el país se desarrollara a marchas forzadas. Perón, una vez más, estaba en lo cierto: el problema argentino era político, no económico. Se lo enseñaron ( inútilmente ) a Onganía pocos años después, en Córdoba, los obreros mejor pagos del país, aunados a estudiantes y a militantes de toda condición.

La violencia que respondía a raíces eminentemente domésticas era, por otro lado, percibida por más y más jóvenes como un viento mundial que empujaba gratas esperanzas. Para quienes abrazamos la política en aquel entonces, la violencia no era un problema político; era constitutiva de la vida social, impensable sin ella, y no parte del problema sino de la solución. Más aún, era la solución. Quizá hubiera motivos de sobra para percibirlo así y no era Perón quien lo negara. Antes, mucho antes de su bien conocida bendición a las organizaciones especiales, Perón nos interpeló con expresiones del siguiente tenor: " Es fundamental que nuestros jóvenes comprendan y tengan siempre presente que es imposible la existencia pacífica entre las clases oprimidas y opresoras ... la tarea fundamental es triunfar sobre los explotadores, aun si ellos están infiltrados en nuestro propio movimiento político ... " ( Mensaje a la juventud de octubre de 1965 ). Así, legitimación de la violencia política doméstica, la juventud, vinieron de la mano. Pero fue una opción de encrucijada, donde se tomaron caminos que descartaban definitivamente algunos escenarios de llegada que antes de la decisión todavía eran posibles. Ni a Perón ni a muchos dentro del peronismo y en sus márgenes parecía preocuparles que la militarización de la política condujera al arrasamiento de la política por las armas, y que de ese modo cualquier futuro régimen democrático sería tan precario como un castillo de naipes. Perón presidió la parte sustancial que le tocó de esa guerra civil larvada declarando, impávido, que su superioridad estribaba en haber sabido manejar mejor que sus enemigos el desorden.

Así lo parecía en el punto culminante de su primer regreso a la Argentina. El abrazo Juan Domingo Perón - Ricardo Balbín tenía mucho más de auténtica legitimación recíproca de identidades políticas, de profundo reconocimiento personal, que de atenciones pour la galerie. No obstante, todavía en mayo de 1973, el otro peronismo, tan vivo como siempre, hablaría por la boca del flamante presidente Héctor José Cámpora en su mensaje al Congreso de la Nación: " La intriga que comenzó al día siguiente del triunfo popular del 46, logró sus designios al cabo de nueve años y truncó una revolución incruenta que trajo la felicidad para nuestro pueblo y cimentó las bases de la grandeza nacional ". Tras ello, en 1955 " comienza la sistemática destrucción de una comunidad organizada y todos los sectores sociales padecen sus consecuencias ... ". Esta atribución del mal inconmensurable a un sujeto tácito era apenas ligeramente diferente de la del Perón clásico cuando hablaba de sus opositores: " Faltaría a elementales deberes si no me dirigiese a todos los argentinos para atajar la campaña ... de la que no sería yo la víctima ... sino la totalidad de la Nación cuyos supremos intereses defiendo ... ". Cámpora no precisaba fijar torvamente los blancos como Perón, en 1947, lo había hecho pedagógicamente: " Se han coaligado la vieja política, la prensa netamente capitalista, un sector considerable del capitalismo, los enemigos que en el exterior mantienen ideales extremistas de izquierda o de derecha, y los enemigos que en el interior sirven tales doctrinas foráneas ... ".

Pero la historia se vengó del peronismo, porque lo colocó en el lugar y momento indicados para que esta vez presidiera la peor explosión hasta entonces conocida de la economía argentina, dejándolo al desnudo, esto es, tal cual efectivamente era entonces, un ejército victorioso y un movimiento pavorosamente desprovisto de toda capacidad de mediación tanto política como estatal. La crisis de 1975 abrió por primera vez desde 1955 una siniestra fuente de legitimidad para salir del bloqueo político - social, que fue tan enérgica como desastradamente empleada por la coalición militar y civil de la nueva dictadura. El peronismo, luego de estar, durante la fase del terror estatal, de ambos lados de la picana ( " pertenecemos al mismo movimiento ", le decía con más amargura que sorna su carcelero a una presa política ), resultó ser para los dictadores la obsesión que eclipsó todas las otras: el genio a destruir y a conjurar al mismo tiempo. Consiguió sobrevivir al vapuleo, pero salió de él más deteriorado que nunca.

En el nuevo regreso al orden constitucional, los peronistas, en su inmensa mayoría, se avinieron, satisfechos y resignados, a aceptar que la democracia siguiera siendo básicamente un juego corporativo con condimentos plebiscitarios. Esto a pesar de que nadie podía ignorar las rupturas inéditas del terror estatal, la descomunal desarticulación de la economía y el Estado, y la guerra de las Malvinas. Como se sabe, Raúl Alfonsín se atrevió a protagonizar, y hasta personificar, un registro completamente diferente de la cuestión democrática, que tuvo un comienzo triunfal. Lo sorprendente, otra vez, es la rapidez con la que se adaptó ese mismo peronismo a un cambio de circunstancias políticas que lo había pillado fuera de cuadro. Acaso la adaptación fue demasiado ráida, mostrando que por debajo de las aguas revueltas de la transición democrática se movían corrientes más lentas pero más duraderas. Indiscutiblemente la Renovación fue mucho más que una mutación cosmética; pero su victoria electoral en 1987 ( a un tiempo sobre el resto del peronismo y sobre la Unión Cívica Radical ) le permitió avizorar un camino hacia el gobierno mucho más corto que el que los primeros renovadores, y ciertamente los radicales, estimaban concebible hasta entonces para el peronismo.

La totalidad del peronismo se cobijó sin ceremonias bajo el paraguas renovador, que ahora prometía la victoria, y la ligereza del proceso hizo posible que fuera menos doloroso, pero también mucho menos profundo, el impacto de la derrota de 1983 - los peronistas no terminaron de entender por completo que la invencibilidad del movimiento en las urnas no era un parámetro de la nueva democracia argentina, y sobre todo no terminaron de digerir que en esa democracia pudiera caberle al peronismo otro lugar natural como no fueran las sedes de los ejecutivos federales, provinciales y municipales. Después de todo, la distinción entre peronismo, pueblo y nación no cristalizó definitivamente. No en vano quien recogería, al cabo, los frutos de la renovación, sería un renovador a su modo muy auténtico, Carlos Saúl Menem, quien, en la tarea de volver a poner al peronismo, renovadamente aglutinado, en el gobierno nacional, no dejó todo al cuidado de la diosa Fortuna. La dosis de responsabilidad política que se puede cargar a este peronismo renovado en el catastrófico final del gobierno de Alfonsín - que salió de la Casa Rosada escupiendo sangre, como expresaron complacidos quienes se disponían a entrar en ella - va mucho más allá del límite que define a una oposición leal.

Como capítulo de la historia peronista, los años de Menem merecen ser abordados desde su epílogo: nada tiene de inaudito que el peronismo haya podido desatenderse tan convincentemente de esa suerte de lepra política en la se ha convertido el menemismo para casi todos los argentinos. Me gustaría recordar al senador Eduardo Menem explicando, a la hora de justificar la negativa de su bloque a los proyectos de privatización del gobierno radical, que el peronismo jamás aceptaría poner bandera de remate a la soberanía nacional y, pocos años después, a los diputados justicialistas cantando a voz en cuello la marcha peronista ( sin omitir, desde luego, los motivos por los cuales el general Perón se habría sabido conquistar a la gran masa del pueblo ) al celebrar la trabajosa aprobación de la privatización de YPF ( Yacimientos Petrolíferos Fiscales ). Quizás se piense que apelo a un recurso facilón de poner en ridículo a los peronistas y meter el dedo en la llaga de sus incongruencias. Todo lo contrario. Por sus frutos los conoceréis. Del mismo modo que el mal jamás es capaz de producir el bien ( como seguramente pensaba Maquiavelo antes de cumplir 7 años ), dentrás de malos resultados no puede haber jamás buenos peronistas. Este mecanismo por el cual los peronistas son tan perfectamente convincentes vendiendo su alma al diablo como arrimando al día siguiente la tea a la hoguera de los herejes, nada tiene de nuevo en la historia del movimiento. No obstante, deducir de ello que el peronismo siempre fue la fuerza política emblemática de la Realpolitik en su sentido más crudo no sería justo; Perón jamás abandonó la vocación política weberiana de ofrecer algo al mundo. Conjeturo que observaría con desdén los afanes prosaicos que equiparan a los variopintos clanes peronistas de hoy.

Como sea, si el peronismo pudo persistir, de generación en generación, no es solamente en virtud de la ley universal que nos dice que mantener una identidad es más facil que crearla, y más fácil aún que extinguirla. Es, en particular, por otras dos cosas. Primero, porque el peronismo siempre tuvo extrema habilidad para avanzar en la tierra social arrasada por los desastres en los que él mismo hizo una contribución nada despreciable, y segundo, porque si el peronismo se demostró hasta ahora de amianto en relación al efecto incendiario de sus propias gestiones, es porque sus relatos continuaron siendo los más verosímiles en el seno del pueblo, embebidos de la heterogénea cultura política argentina contemporánea. Por cierto, uno de los mejores ejemplos al respecto es la absorción que el peronismo fue capaz de hacer, una vez expulsado del poder en 1955, del revisionismo histórico, sobre todo si se toma en cuenta la buena salud de la que, traducido a los códigos mediáticos, disfruta todavía hoy.

Es posible que tras las reformas presididas por Menem, y la crisis de 2001 - 2002, la Argentina peronista haya dejado de agonizar para morirse de una buena vez. Más seguro es que el peronismo ha sobrevivido - maltrecho, descompuesto y desarticulado, pero vivo - a la extinción de su Argentina. No sólo eso; de momento, y sin que nada sugiera que esto vaya a cambiar en plazos previsibles, los no peronistas la miramos de afuera: la suerte colectiva de la Argentina post - peronista sigue dependiendo de los aciertos y los desaciertos de los que los peronistas sean capaces.

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Textos cortesía de Carlos Vitola Palermo de Rosario, Santa Fe, República Argentina.

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